Apuntes de un Semana Santa

(Mediados de la década del sesenta)

Cuando llegaba el Domingo de Ramos sentíamos un cierto entusiasmo, no porque fuéramos muy devotos y nos animara entrar en la semana de recogimiento espiritual sino porque era la ocasión para la primera salida y presentación en público de la banda de guerra. Los integrantes de la banda de guerra del colegio franciscano San Luís Beltrán, luego de semanas de ensayos, primero en los predios del colegio y luego marchando por la avenida Libertador, nos disponíamos a preparar lo necesario para las actuaciones que nos correspondían en la festividad más importante de la iglesia católica.

El domingo de Ramos comenzaba la Semana Santa. En la iglesia San Francisco sacaban por la tarde la procesión de Cristo Rey. La imagen que lo representaba era la misma imagen de extremidades articuladas que se utilizaba en el pesebre como San José, ahora le correspondía cambiar de papel y hacer el de hijo. Asegurada la imagen en andas se cubría desde los hombros con una capa pluvial blanca con adornos en pedrería, en la cabeza una peluca de pelo natural, con partido en el medio y peinado hacia los lados, en la mano derecha llevaba una rama de palma de cera, a manera de cetro. Durante la caminata los fieles, agitando palmas y ramos, cantaban: “Tú reinaras, oh Rey bendito, pues tú dijiste reinaré. Reina Jesús por siempre….”

El Jueves Santo tocaba prestar guardia en el monumento de la iglesia San Francisco. Con el uniforme de la banda de guerra: saco azul con charreteras, galones y botones dorados, pantalón crema, camisa blanca y corbata negra, nos tocaba de a dos en la parte delantera del altar, uno a cada lado, firmes y rígidos como maniquíes empuñando un sable en la mano derecha. Hacíamos turnos de media hora que muchas veces debía prolongarse porque los reemplazos no llegaban a tiempo. Las jóvenes y aun las no tan jóvenes se daban sus mañas tratando de que los centinelas de Dios perdieran la compostura y por lo menos se sonrieran.

El Viernes Santo, desde las seis de la tarde estábamos en la plaza de la catedral listos, con todos los pertrechos bien pulidos, en espera de la salida de la procesión del Santo Sepulcro. Pasadas las ocho y media de la noche empezaba el desfile, la banda iba en primer lugar marchando con paso lento y oscilante, como marineros caminado por la cubierta del barco, al compás de: plam-pararara-plam, y las cornetas, tariiiri-ta-ta-ta-taaa-ta. Y así por todo el recorrido desde la Catedral hasta la San Francisco. La banda llegaba y continuaba hasta la calle de la Cruz para recogerse por el portón en la parte de atrás de la iglesia.

Varias imágenes precedían el Santo Sepulcro: La Virgen María, San Juan y San Pedro, la Verónica, la Magdalena, Santa Marta, la cruz con el manto colgante y al final el cofre. Era un verdadero cofre, grande de formas convexas, de color púrpura con apliques dorados alusivos a la pasión, relieves de arabescos dorados en las aristas; tapa de cuatro lados sesgados, en vidrio, y sobre la cubierta una copa alta con un penacho blanco y violeta que sobresalía y lo hacia distinguible a la distancia: “Hay viene, hay viene, exclamaba la gente al ver a lo lejos el penacho”.  Este féretro era una vistosa pieza de utilería religiosa, una reliquia que desafortunadamente desaparecieron y fue sustituida por una  insignificante caja de madera y vidrio.

Detrás del féretro santo seguía la banda Santa Cecilia tocando música fúnebre. En los últimos años, habiendo desaparecido esta banda, hace presencia en reemplazo un grupo musical o banda de menos dimensión. Por lo nutrido de la asistencia y la lentitud del paso, la marcha llega a la iglesia de San francisco casi a la medianoche.

Sobresalían en la marcha las puntas de los capirotes de los nazarenos con su indumentaria violeta y blanca, y los niños provistos de cruz, corona de espinas y túnica en cumplimiento de mandas de sus padres.

Agencia Funeraria de Enrique Ceballos

Un ventanal largo con batientes en madera y protegido por tres secciones de barrotes torneados, también en madera, señala el centro de la fachada de un viejo caserón con techo de tejas de barro cocido, situado al lado sur de la calle Santo Domingo (16) entre carreras 6ª y 7ª. El rojo de las tejas contrasta con el negro del moho y con el verde claro de los cactus que crecen entre tejas. Cuatro claraboyas, decoradas en sus bordes, están repartidas a lo largo de la fachada debajo de la cornisa. En la parte izquierda hay un portón, de arco rebajado, con dos hojas metálicas. En el lado derecho, una puerta en madera, alta y angosta con dos batientes reforzados.

Encima de la ventana hay un tablero de madera que revela varias manos de pintura. Deja entrever las cicatrices del descascaramiento de las tantas capas de esmalte recibidas en el tiempo. Ha permanecido allí durante muchos años y se mantiene ahí, sin ningún nombre que lo haga útil.

«AGENCIA FUNERARIA DE ENRIQUE (¿?) CEBALLOS»

Mide ese tablero entre un metro y uno con veinte de largo por cuarenta y cinco o cincuenta centímetros  de ancho. A plena luz del día difícilmente se alcanza a distinguir debajo de las varias capas de pintura descascaradas y recubiertas, el relieve de unas letras que ha resistido la intemperie y el paso del tiempo. Por la noche, la luz amarilla que emite la luminaria de sodio en lo alto del poste de la acera de enfrente, cae en diagonal sobre el tablero haciendo que las letras, semiocultas durante el día, sobresalgan. En éstas se logra leer: “AGENCIA FUNERARIA DE ENRIQUE (¿?) CEBALLOS”. Ahí, en ese caserón, funcionó desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX el taller donde se hacían los cajones de muerto.

Recuerdo que de niño, en los primeros años en la escuela San José de doña Victoria Barona, un día cualquiera, a la salida de clases, desvié la ruta habitual con unos compañeros y pasamos frente esa funeraria: “Mira, aquí es donde hacen los botes” dijo alguno, y seguimos nuestra camino buscando la casa del carpintero que hacía los trompos de madera. Aún no había visto el primer muerto en su ataúd.

He sabido que en algún momento don Enrique empezó a construir y tallar, con mucho esmero y dedicación, un cajón en forma de tornillo; su padre, cuando lo visitaba en el taller le daba una palmadita en el hombro y le decía: “Enrique, ese como que es el cajón de Dios”. Enrique sonreído seguía trabajando. Pasado el tiempo, cuando el padre falleció fue sepultado nada menos que en el cajón de Dios, con forma de tornillo.

En ese entonces, primera mitad del siglo XX, en Santa Marta con una población menor a cincuenta mil habitantes, se fabricaban ataúdes. Posteriormente, superados los cien mil, las empresas funerarias debieron traerlos de otras partes. Hasta hace poco tiempo que empezó a operar un nuevo taller en la ciudad.

En la calle 21 con la carrera 7-A, en la esquina, diagonal al cementerio San Miguel, funcionó la sala de exhibición de los féretros y las oficinas de la funeraria de Enrique Ceballos. Hasta hace pocos años se podía leer en la parte alta de la edificación el aviso: “FUNERARIA DE ENRIQUE CEBALLOS”. Se conserva el relieve del año 1929. Es una construcción arquitectónicamente apreciable, con tres puertas grandes en tableros de madera y arcos sobre los dinteles. Esta edificación está recién  remodelada y ha retomado las formas de su llamativa fachada.

La Funeraria de Enrique Ceballos importó de los Estados Unidos una carroza fúnebre modelo 1948, la cual guardaban en la casa de la calle 21.

En esa época los muertos eran velados en las casas. Y las funerarias prestaban los servicios de la mesa, el crucifijo, los candelabros, los caballetes para soportar el féretro, y bancas cuando eran necesarias; así como el majestuoso carro mortuorio, cuya aparición en la casa del finado a la hora del sepelio acrecentaba las explosiones de llantos y lamentos.

Por la voluntad de hacer

Hay algunas personas que se exponen al aire libre pero no quieren que les pegue el viento ni las toque el sol. También las hay que se pasan la vida esperando elogios o reconocimiento por las cosas que hicieron siendo éstas propias de sus deberes y obligaciones, o por lo menos hechas  motu proprio y con entusiasmo. Cacarean como gallinas primerizas lo que hacen: yo hice tal cosa, yo hice esta otra, yo hice… yo hice…

He visto con mucha atención un corto video titulado “La mujer invisible”, está a propósito como cura para nuestro excesivo egocentrismo y propio orgullo. Refiere la mujer protagonista que llegó a la conclusión de que nunca la ven; esto es, nunca ven lo que ella hace, y ese, precisamente, es el reclamo de todas nuestras “soylas” y de los “soyeles” o “yohices”.

Toma ella, a raíz de un libro que le obsequian, como modelo la construcción de las catedrales en Europa. Quién construyó determinada catedral es una pregunta sin respuesta posible, pues sus constructores fueron anónimos. Se pierden en los secretos de Templarios y Masones. No hay pues un nombre que reclame la autoría de ninguna de esas catedrales. Sus constructores trabajaron con todo su empeño sin preocuparse si algún día les sería reconocido su trabajo o sus nombres recordados y asociados con  esas obras.

Sucede que esas personas que reclaman reconocimiento (diferente al monetario) por el trabajo realizado, que puede ser en su hogar o en la empresa, lo ejecutan por iniciativa propia y ponen en él todo su empeño para obtener un buen resultado. En las empresas porque van más allá de lo que les corresponde y en el hogar porque asumen determinadas tareas o funciones. Por lo general, sobre la labor hecha, nadie les dice algo y hay muchas razones para que así sea.

Las personas que se encuentran en esas condiciones son las que se consideran invisibles porque los demás no las ven, ni ven  lo que hacen. Reaccionan entonces contra sí mismas y proclaman a los cuatro vientos su inconformidad: “sí, porque yo “soyla” que…” y los señores se adelantan y pregonan: “Sí, porque “yohice” tal cosa…” y, desafortunadamente, nadie se ha dado cuenta de lo que estas almas del Señor han hecho.

Es algo complejo, porque estas personas son reiterativas en su actuar. Se empeñan en hacer las cosas más allá de lo corriente, las hacen de buena gana y bien hechas, pero una vez terminan parece que les surgiera un diablillo y las llenase de inconformidad, haciéndose víctimas heridas en su orgullo y amor propio.

Creo que a todos nosotros nos cae bien la dedicatoria que hicieron a la “mujer invisible” en el Libro de las catedrales: “Con admiración, por la grandeza de lo que tú estás construyendo cuando nadie lo ve”.

Hacemos las cosas porque nos complace hacerlas, porque llenan nuestro espacio interior, ese otro yo que llevamos escondido dentro. Porque Dios, donde quiera que esté y como quiera que sea, sí ve las cosas que hacemos por muy pequeñas que sean.

Cuando conocí el tren

De las cosas interesantes que encontré cuando nos mudamos a la calle de la Cruz (12) con carrera sexta fue que el ferrocarril cruzaba a dos cuadras por el lado de la calle y por la carrera a dos cuadras también. En el cruce de la calle o paso nivel había una caseta y allí permanecía un empleado de los ferrocarriles, el guardavía, que cuando el tren se aproximaba salía y agitaba una banderola para indicar a los conductores de los pocos vehículos que transitaban en ese entonces que debían detenerse hasta cuando el tren terminara de pasar.

Ferrocarril del Magdalena 1874

Por muchas advertencias que nos hicieran en casa siempre nos atrevíamos a corretear por entre los rieles saltando por los durmientes. Muchas veces nos quedábamos sentados sobre las piedras a un lado de la vía viendo pasar la interminable cadena formada por los vagones de carga colorados que traían racimos de guineo verde para el puerto. El fuerte trepidar del paso de esos vagones sobre las uniones de los rieles hacía temblar la tierra y nos producía cierta opresión en el pecho. Había trenes que tenían más de cien vagones.

Cuando el transito automotor aumentó, la hilera de carros en la calle esperando que terminara el paso del tren también se hizo interminable. Ante el aumento de vehículos y la frecuencia del paso de los trenes cargados, fueron instaladas las barreras. Consistían éstas en una palanca larga fijada a un eje por un extremo. Cuando se acercaba el tren era bajada y quedaba cruzada a lo ancho de la calle para impedir el paso de los vehículos. El guardavía era el encargado de bajar y subir la barrera desde la caseta.

Por la mañana temprano salía el tren de pasajeros llamado “el especial” con destino Ciénaga, Fundación y estaciones intermedias. Halados por una locomotora de vapor, color negro, que resoplaba por los lados al movimiento de los pistones y expelía humo por la larga chimenea, seguían los vagones de pasajeros. Eran éstos hechos en madera sobre estructuras metálicas, pintados de verde. Se distinguían tres clases: de primera, dotados con sillas de dos puestos, con cojines abullonados y espaldares desplazables, que permitían cambiar el sentido de la orientación, ya sea con vista hacia delante o hacia atrás, lo cual hacía posible que dos sillas quedaran de frente entre sí.

Seguían los de segunda, con sillas de dos puestos, con espaldares fijos y fondos en madera y los de tercera que tenían una larga banca de madera a cada lado en la que debían acomodarse los pasajeros. Este tren regresaba en las horas de la tarde y recibía el nombre de “el ordinario”

Otro de los trenes era el llamado de “palito” que llegaba hasta Gamarra y era mixto; esto es, de carga y de pasajeros.

A partir de 1961, con la integración del Ferrocarril del Magdalena a la red del Ferrocarril del Atlántico,  comenzó a operar el autoferro con destino final Bogotá. Años más tarde empezaron a operar el tren de lujo y el expreso del sol.

Los trenes de pasajero llegaban a la Estación, un edificio verde con blanco que estaba al lado sur de la vía entre carreras 3ª y 4ª y con entrada por la calle 10B.

El tren con los vagones colorados cargados de guineo verde seguía en línea curva a la derecha hasta llegar al puerto para ser descargado. Los trenes de pasajeros al llegar quedaban con la locomotora en dirección a occidente, de modo que para un nuevo viaje  debían cambiar de sentido. Utilizando de los mecanismos de cambio de vía continuaban la marcha por un ramal hacia la izquierda hasta llegar próximos a la calle de la Cruz (12), de ahí regresaban en reverso y por maniobras de los cambios de vía lograban ponerse en posición de partida.


El parque de Santander

Parque de Santander o de los cañones

Este es el parque de Santander, del cual hago mención en el artículo «De paseo por el camellón y la playa»,  llamado también de los cañones. Eran cuatro cañones, uno en cada esquina. Observese que en la base, en el segundo nivel, debajo en dirección del cañon, hay una bala. Este parque estaba  ubicado entre las calles San Francisco y De la carcel (13 y 14) con la avenida de El Fundador. Al fondo, a la izquierda, se observa la casa donde vivió por algún tiempo el señor Eduardo Dávila Riascos y su familia,  hoy  es la sede la del Unión Magdalena.

Esta foto aparece en el albúm del Banco de la República: «La historia de Santa Marta a traves de la fotografía«, en el cual lo llaman «Monumento a la bandera»o «Parque de los cañones», omiten extañamente el nombre de Santander.

Fue destruido este parque y la estatua la plantaron en el parque de los novios, frente al Palacio de Justicia, y los cañones  fueron a dar al Batallon Córdova. En el lote construyeron el edificio de la beneficencia más conocido porque allí funcionó el estadero «Viña del Mar». Al parecer hay coincidencia con la época que en el país destruyeron a mazo y martillo las estatuas del Gral. Santander.

Posteriormente demolieron el edificio de la beneficencian y levantaron allí el bunquer del Banco de la República.