Yendo de a pie

Julio de 2009

Prefiero caminar a un tormentoso recorrido en buseta, aunque dadas las circunstancias a veces es inevitable someterse a ello en determinadas horas del día.

Desafiando la reverberación solar de las tres de la tarde, inicio el recorrido. Aparece, como una bendición, el sombrío debajo de los aleros del techo de las bodegas de café, pero después no queda más que la sombra que proyectan los cables de energía eléctrica y uno que otro árbol de trébol o roble.

Es la calle 10. Aunque camino no logro escapar al ruido de los pitos de las busetas y motos. Parece que estos vehículos para andar necesitan, además de gasolina o gas, que les suenen el pito sin misericordia alguna. Los conductores argumentan que si no lo hacen la gente no ve la buseta, y de pronto hasta razón tienen, porque aquí se da el extraño caso que los pasajeros esperan tranquilamente a que las busetas se detengan frente a ellos y el conductor o su ayudante les informen la ruta invitándolos a subir.

Por esta calle transitan los vehículos que cubren las rutas de Almendro-Bastidas y de Taganga. La calzada parece un campo bombardeado y los laterales permanecen ocupados por camiones aparcados mañana y tarde. A esta hora, afortunadamente, ya ha pasado el barullo que se arma al medio día con la salida de las alumnas del Laura Vicuña y la congestión de carros de servicio público y particulares que esperan para recoger a las niñas.

Llegando a la esquina no hay andén. Sobre la tierra descubierta se encuentra una camioneta con la parte delantera sin llantas, levantada y soportada por tacos de madera y pedazos de ladrillo a manera de gato. Debajo, acostado sobre cartones en el piso, un hombre de overol sucio de grasa quemada, y sin camisa observa el motor por la parte de abajo. Un grupo de señores y una mujer joven, a menos de un metro de distancia, juegan macana agitando las fichas dentro de un botellón de plástico.

En el cruce de la carrera 11, sobre la acera de los almacenes de artículos eléctricos está ella. Hace menos de un año la vi por primera vez. Era entonces una mujer hermosa, paisa a no dudarlo, con un cuerpo escultural, cabellos largos, elegante vestir y de ojos grises, brillantes y saltones. Pedía cuerda, como suelen decir. Hoy es una mujer flaca, con el cabello corto disparejo y maltratado, pobremente vestida, vende café en un termo, y ella misma se ofrece en alquiler para el goce ocasional. De aquella hermosa mujer sólo quedan los ojos grises, pero tristes.

Aligero el paso para llegar a la siguiente esquina y cruzo a la izquierda. La calle permanece inundada de aguas negras y el hedor es insoportable.

Los bastones blancos

“Para un ciego, un silencio total a su alrededor es como  para nosotros un abismo tenebroso que nos separa del resto del universo”. (Ernesto Sábato)

 

Cuando llegué a la esquina lo vi cruzar la calle con paso firme y decidido. De andar rápido, iba tanteando a cada paso con el bastón blanco. Golpeaba la calzada y el andén, la calzada y el andén hasta cuando éste se termino, entonces se detuvo, ladeó la cabeza, esperó un momento y continuó. En su marcha, sin detenerse esquivó un hueco y una piedra grande, y avanzó cuatro cuadras hasta llegar a la esquina de la avenida. Allí, como si lo hubiera visto le habló al chequeador de busetas para que le detuviera la de alguna ruta determinada.

Había seguido a este hombre en ese trayecto que coincidía con el mío. Por un instante me sentí como Fernando Vidal Olmos, el personaje de Ernesto Sábato en “Informe sobre ciegos”. Vidal Olmos, obsesionado desde niño por el oscuro, misterioso y laberíntico mundo de los ciegos emprende una investigación del mismo, partiendo del supuesto que los ciegos integran una especie de secta o logia con cobertura internacional, dividida en estratos jerárquicos, con una extensa red de espionaje en la que incluyen personas normales, y que tienen el dominio del mundo.

Esta fantasía que Sábato expresa por su personaje refleja todos los interrogantes que pudiéramos hacernos a cerca de estos seres a quienes la naturaleza les negó la luz, pero que dotó de todo un aparato súper sensorial que les permite moverse por el mundo con más “claridad” que  los que sí ven.

Los sordomudos tienen un mundo más visible y por lo general se mueven en grupos. Los he visto en fiestas, procesiones, en la playa dialogando entre ellos con su lenguaje manual; no se los oye pero arman verdaderas “griterías”. En cambio a los invidentes no se los ve con frecuencia, y no es que sean pocos. Casi siempre están solos o en compañía de un lazarillo.

En el imaginario colectivo al ciego se le ve, tal vez por su marcada limitación laboral y la misma visión que de ellos dala Biblia, como un individuo incapaz de valerse por sí mismo, como el menesteroso o mendigo en el atrio de una iglesia, en la entrada de un supermercado, en la puerta de un banco o sobre el andén, con gafas oscuras y la mano extendida esperando la caridad de la gente. De hecho, en la puerta de uno de los bancos enla Plazade San Francisco todo el que entra o sale se topa con un ciego que no usa gafas, mostrando el daño de sus ojos y con el estribillo de: “Al que ayuda dios le ayuda…”. En la carrera cuarta, sentado sobre el andén, obstruyendo el paso de transeúntes, encontramos otro, todo el día con: “seño, señor…”. En ocasiones, ambos ocupan el mismo andén, se confunden las plegarias y forman entre ellos disputas verbales por el territorio. Los dos llegan puntualmente todos los días, transportados en motocicletas, antes de ocho de la mañana.

Los invidentes cuentan con escuelas y bibliotecas especializadas, y son muchas las enciclopedias y obras escritas en alfabeto braile. En ese aspecto el campo de la educación se ha abierto ofreciendo cada día más oportunidades y opciones, incluidos los últimos avances en computación.

Muchos invidentes han logrado culminar estudios profesionales y se desempeñan a cabalidad. Conozco de algunos muy destacados en la rama del derecho y de la música. Los hay también en el campo de la pintura y escultura. Esto los hace aún más inescrutables: cómo seres que jamás han visto la luz pueden representar cabalmente las formas y colores del mundo exterior, de una realidad ajena a ellos por la oscuridad. No obstante, sigue siendo asombroso encontrarse de frente, cara a cara, con una persona de esas condiciones y sentir el peso de unos ojos que nada dicen, que no expresan ninguna emoción.

Ese mundo de la oscuridad, esos laberintos enigmáticos en que transcurre la existencia de estos seres es algo tan complicado y misterioso, que no hay luz que nos permita verlo con claridad.

Abuelo, regálame un caballo

A María Trinidad Quintero, a quien tanto le ha gustado

Las películas de entonces me llevaron a desear un caballo. Sin saber, y de atrevido, monté uno en la finca de mi abuelo. El susto y el regaño no fueron suficientes para disipar el deseo.

El abuelo llegaba a casa en las noches. Yo estudiaba cuando él se acerco a saludarme y saber cómo iban mis estudios.

–Abuelo, regálame un caballo.

–Cuando te aprendas el padrenuestro sin equivocarte, te traigo el caballo –contestó.

Noches después, cuando llegó, no esperé que él se acercara, yo salí a su encuentro.

–Ya me sé el padrenuestro –le dije.

–Bueno, te felicito y dime ¿Dónde vas a guardar el caballo?

–En el pasadizo que comunica el patio con la calle, abuelo.

–Perfecto, me parece un sitio adecuado –dijo él.

Emocionado traté de seguir estudiando, pero qué va. No lograba concentrarme. Me imaginaba cabalgando por la calle con las pistolas y el sombrero que recibí de regalo de navidad.

–Abuelo ¿y el caballo trae ya la silla de montar?

–Si tú así lo quieres, la traerá –contestó.

–Pero abuelo ¿ese pasadizo no será muy estrecho para ese animal?

–Eso tú lo sabrás –me dijo.

–Abuelo ¿y la paja para que el caballo coma? Aquí en la casa no hay.

–Eso tú lo sabrás –volvió a decir.

–Abuelo, abuelo… ¿el patio será espacio suficiente para que pueda caminar sin que el perro lo moleste?

Él me miró con cierta ternura y sonrió. Yo comprendí que me daba la misma respuesta: “Eso tú lo sabrás”

El abuelo continuó su visita, bebió café y comió galletitas. Pasado un rato se despidió y cuando cerró la puerta del automóvil y se disponía a partir, lo alcancé.

–Abuelo, abuelo… mejor dejamos el caballo en la finca y cuando yo vaya lo veo.

–Eso tú lo sabrás, mijo… hasta mañana.

Los pericos llegan después de las cinco

Lo que producía asombro en nosotros no es ese reguero armónico de rojos, violetas, azules, grises y amarillos que se forma en el horizonte de la bahía después de las cinco. Nos asombraba el asombro de los cachacos ante el espectáculo de colores fríos y calientes regidos por los reflejos del Sol en el ocaso: que qué bonito, que qué maravilla, decían y tomaban fotos.

Para nosotros eso era, y es, cosa de todos los días. Simplemente se daba y se ha dado desde siempre y muchos aquí crecimos en ese siempre formando parte del paisaje que tanto asombro causa al visitante. Algunos de ellos, que llegaban del aeropuerto a los hoteles, corrían antes de registrarse y se metían con ropa y zapatos a chapotear en la orilla, en una especie de ritual por haber, al fin, llegado a conocer el mar.

Sólo con el tiempo fuimos tomando distancia y, salidos del cuadro, empezamos a mirar con atención y goce ese fascinante hecho de la puesta del Sol que ofrece cada tarde una formación diferente, siempre distinta cada día, que inspira la alegría de un colorido soberbio y escandaloso hasta la tristeza de grises silenciosos y nostálgicos.

También los pericos llegan después de las cinco. Unos se posan y arman gran algarabía en los árboles de la carrera quinta y de la catedral; otros, en los almendros del parque de Bolívar; otros más, siguen el vuelo en bullaranga altanera hasta el camellón y van a reposar su verde plumaje camuflados en los árboles. Allí duermen arrullados por el rumor del mar cuando cae el Sol.

Con un tinto en vaso desechable y dándole al cigarrillo veo pasar gente de un lado para otro: unos caminan con lentitud mientras conversan, otros lo hacen apresurados; vendedores hostigosos que interrumpen con un largo discurso para excusar la interrupción ofrecen cualquier cosa. Aparece, de pronto, alguien con una replica grotesca de Marcel Marceau, que sigue al transeúnte imitando sus pasos y movimientos para producir hilaridad en los demás y ganarse unos pesos.

Pocas personas conocidas. Cada vez son menos. Cuando aparece alguna, saluda y se sienta, y detrás llega el vendedor de tinto, aromáticas y cigarrillos, muy oportuno. Comienza entonces el recuerdo de cosas que ya no son o no están: la película de los te acuerdas…

Cambiaron el viejo faro de El Morro por otro más alto. Se redujo la playa, te acuerdas… antes se jugaban dos encuentros de pelota en canchas paralelas sin molestar mucho a los bañistas. La arena que perdió esta playa parece que fue a acumularse, pegada al cerro, en las playas que siguen después de San Fernando, donde han formado un rodadero mayor que el que había en Gaira. Seguro que eso se debe a que rompieron el cerro del Ancón y cambiaron las corrientes, igual que los edificios altos hicieron variar el curso de los vientos.

Los pelaos, y más las niñas, ya no hurgan la arena de la orilla en busca de chipi-chipi o de cangrejitos; se desaparecieron, ya no hay. Los botes de alquiler también desaparecieron. Esa era una de nuestras aventuras, te acuerdas: caminar hasta Taganguilla y entre dos o tres traer el bote hasta la playa, ninguno sabía pilotearlo y menos remar, pero con la ayuda del viento y las olas se llegaba a la orilla, casi siempre con el bote volteado. Por la tarde se presentaba el dueño en otro bote para llevarlo de regreso.

Taganguilla era una pequeña ensenada pegada al cerro en la zona que hoy ocupa el puerto, cerca de Punta Betín. Había un astillero artesanal donde reparaban lanchas, bongos y botes. Dos rieles desde la playa penetraban en el agua para retirar y tirar las embarcaciones.

Frente al barrio Ancón fondeaban varias embarcaciones, algunas de lujo. Había allí un pequeño muelle de cabotaje construido en madera. En vacaciones, te acuerdas, desde bien temprano realizábamos allí las jornadas de pesca. Provistos con dos o tres metros de nailon y anzuelos comprados en la ferretería del turco Elías y aprovechando la transparencia del agua, pasábamos horas insinuándole la carnada a los peces en la boca. Eran peces rayados en amarillo, gris y negro que llamaban cebra y otros rojos con una raya negra en la agalla, carabuelo. Los condenados peces no mordían el anzuelo y al final terminábamos pescando una insolación y los respectivos regaños en casa.

De regreso pasábamos por el puerto, no había medidas de restricción. Los pelaos de por ahí se tiraban al agua tratando de rescatar las monedas que arrojaban los marinos desde los barcos. Se hablaba de Araña, quien bajaba hasta tocar tierra en la parte más profunda del muelle, y al salir le sangraban los oídos.

En esa época después de las cinco no se oía el chillido de los pericos, se oía el pito de la locomotora del tren que llegaba hasta la calle once para hacer el cambio de dirección. 

Domingo de Resurrección

(Comienzo de los sesentas)

Durante Jueves y Viernes Santos las voces de las campanas eran reemplazadas por el tra-tra-tra-tra-tra… de una matraca  instalada en el campanario de las iglesias. Las imágenes del santoral habían sido cubiertas con paños morados. Por la radio sólo se escuchaba música clásica, en especial de Bach. Todo el ambiente llamaba al recogimiento, incluso el clima el día viernes, créanlo o no, después de un intenso sol al mediodía, se tornaba nublado y oscuro a partir de la hora Nona.  

Ya habíamos superado la amenaza de convertirnos en sirenas si nos metíamos al mar. En años anteriores, por esa razón, las playas permanecían desiertas. No obstante haber superado ese temor no era mucha la concurrencia y pese a todo las aguas se notaban diáfanas y las olas bajas y lentas en su vaivén. Para ese entonces, durantela Semana Santa el ambiente en general era de recogimiento, las personas vestían con mucho recato, hasta de luto las mujeres, y se movían como mucha solemnidad y respeto por la fecha; pienso que era el reflejo colectivo, conciente o inconciente, de las creencias inculcadas desde niños que aún no habían sido quebradas y superadas. El respeto y temor a la divinidad se hacían manifiestos.

Al llegar el Sábado de Gloria el ambiente cambiaba, la música ya era más alegre, aunque todavía suave. A las doce del día volvían a sonar las campanas en un repiqueteo de alegría y, en tiempos del mercado público en la plaza de San francisco, los carniceros azotaban los cuchillos contra las lozas de mármol de las mesas y los perros en jauría corrían en estampida sin rumbo. En las iglesias se preparaba la Vigilia Pascual para encender el cirio con el fuego nuevo y bendecir las aguas de las fuentes bautismales.

Terminaba así la Semana de Pasión y se abría el período pascual. El nuevo fuego, con el cual se encendía el cirio, se hacía manifiesto de forma emotiva con la procesión del resucitado en la madrugada del domingo.

La despertada era a las cuatro de la mañana para poder hacer presencia en la plaza de San Francisco y lograr un buen puesto, antes de la cinco. A esa hora desde la catedral comenzaba el desfile de recepción encabezado por la virgen María y seguían San Juan, San Pablo y San Pedro,la Magdalena, Santa Marta, tomaban la carrera cuarta para llegar a la plaza de San Francisco. Mientras, al otro extremo, por la carrera cuarta, desde la parte trasera de la iglesia en la calle de la Cruz, aparecía la imagen de Jesús resucitado; mayor al canon natural, con el brazo derecho hacia arriba y en la mano izquierda un pendón, con sus partes intimas  medio cubiertas por una sábana que arrastró desde el sepulcro, y flotando sobre una nube.

Al aproximarse a la plaza los portadores de la imagen la mueven hacia los lados y hacia atrás y adelante, saludando, al son de la música de la banda Santa Cecilia que ha empezado a tocar música alegre. Las otras imágenes, que ya habían llegado a la plaza, hacen lo mismo mientras se ubican a un lado para darle paso al resucitado. La gente emocionada aplaude y agita pañuelos blancos, y de otros colores y cuadritos también. La procesión sigue hasta llegar a la catedral donde la imagen del resucitado permanecerá expuesta durante cuarenta días, al final de los cuales volará hasta perderse entre las nubes.

En la iglesia San Francisco, en una especie de gruta armada con los papeles del pesebre, permanecía el sepulcro vacío, la imagen había sido muy bien cubierta con una sábana que daba esa apariencia. Años después ya no decoraban el ambiente y sólo cubrían el rostro de la imagen dentro del sepulcro con un pañito morado que no disimulaba para nada su presencia.

Ese día, a pesar de ser domingo, nos embargaba una especie de nostalgia o aburrimiento, y no era otra cosa que el saber que llegaba el lunes y había que volver al colegio.