A la salida del colegio

Después de la alcancía.-

Isabel nunca se enteró del incidente de la alcancía de lata color azul claro. Con ella y Celina continuamos reuniéndonos en clase para hacer juntos los trabajos manuales. Tocaba hacer una casita con techo en ángulo, de puerta y dos ventanas grandes en el frente. Yo le había reclamado a la seño que por qué debíamos armar una casita con cartulina rosada, que las casas estaban pintadas de blanco, de amarillo, de verde claro o de azul claro, pero que rosadas no había. Ella aseveró que lo que sí había era cartulina rosada, que fue la que llevó Isabel, porque la blanca y la amarilla que habíamos llevado Celina y yo se habían utilizado en clase de dibujo. Lo que la señorita sí se cuidó de decirnos fue que ella había dado media cartulina amarilla a un compañero que manchó la suya con el refresco que llevaba para el recreo. Hicimos, pues, la casita rosada según las instrucciones de la seño y cuando solo faltaba pegarle el piso, le avisamos como nos lo había pedido. Ella se acerco con un recorte de revista en la mano, era una lámina con la imagen de una mujer en actitud de querer decir algo, le unto goma y la fijó en el fondo de la casita. Eso se veía feo, pues la cabeza de la mujer pegada en la pared llegaba hasta el techo. Isabel le pegó el piso y la colocó sobre la mesa: la casita, a pesar de ser rosada y habitada por una mujer gigante, se veía bien parada, firme, aunque algo desajustada con respecto a la supuesta rigurosidad de los ángulos rectos de las esquinas formadas por la unión de las paredes, y bien presentada, pues los tres acordamos disimular el color rosado del frente pintándole con tempera verde unas maticas con manchas rojos, blancas y amarillas como flores.

La casa de los trompos.-

A la salida del colegio Isabel tomaba rumbo hacia la avenida Campo Serrano, de forma que solo Celina y yo compartíamos ruta por la carrera 6ª. Un día cualquiera, unos compañeros nos propusieron ir a ver cómo era que fabricaban los trompos: “allí en la otra calle”. Caminamos por la carrera 6ª hasta la calle del Pozo (18) y volteamos hacia la izquierda; llegamos a una casa con terraza de varias columnas y arcos. La puerta estaba abierta y entramos. No recuerdo cómo era el interior de la casa ni el aspecto que presentaba, entramos y llegamos al patio donde el señor Angel Julio prensaba un trozo de madera entre las puntas de los ejes del torno y lo ponía a girar, moldeando con un formón la figura de 4 o 5 trompos. Fue, entonces, así como supe por qué había trompos sin cabeza, que llamábamos monita: al que salía de uno de los extremos del trozo de madera por estar pinchado por los dientes del eje no  le quedaba espacio para que con el formón se le diera forma a la cabeza. Yo iba con frecuencia a la carpintería de Luis Eduardo Maiguel Ceballos y allí había visto en varias ocasiones al señor Julio, ese día me reconoció y cuando ya nos íbamos me regaló una monita. La monita era un trompo que se bailaba siempre con alguna dificultad, pues por no tener cabeza la pita no había donde enlazarla y al enrollarla fácilmente se sollaba o soltaba, de igual forma no se podía atar el curricán para dar mojo. Esto último se utilizaba para castigar al trompo que perdía en alguno de los juegos, como cuando tratando de sacar una moneda del centro de una circunferencia, el trompo quedaba dentro y al terminar de bailar, que rodaba por el piso, no lograba a salir del ruedo. La pita de curricán se enlazaba en la cabeza del trompo y se seguía hasta la punta donde se hacía otro lazo, así de la cabeza y la punta quedaban dos largos extremos de pita que al tomarlos en la mano se hacia como un especie de martillo, se echaba el trompo hacia atrás de la mano y  balanceando ésta hacia delante se dejaba caer de punta sobre el otro trompo, llegando a veces a partirlo en dos de un solo golpe.

La fábrica de botes.-

Cuando salimos de la casa de los trompos Celina y yo nos despedimos del grupo que siguió en dirección al parque san Miguel. Celina me miro con cara de tía gruñona y dijo: Otra vez. Otra vez, qué, repuse yo. Que nos desviamos de la ruta y nos van a regañar en la casa, porque a mi también me prohibieron que me fuera para otra parte cuando saliera del colegio. Van a decir –continuó– que nos estamos saliendo del cascarón. No se dijo nada más. Caminamos hasta la carrera 7ª, doblamos hacia la izquierda y seguimos hasta la calle Santo Domingo. En ésta volteamos para alcanzar la carrera 6ª. En el trayecto nos detuvimos a observar unos carpinteros que construían unos botes en una carpintería. Los había de todas las formas: sencillos, labrados e incluso, nos llamó la atención uno que tenía como forma de tornillo. Encima de la puerta de la carpintería había una tablilla de madera en la que se leía: “Agencia funeraria de Enrique Ceballos”. Esta tableta se conservó allí hasta mediados de este año (2012), cubierta por varias capas de pintura, según aplicaban a las paredes, por lo que ya no se veía letra alguna, pero con la luz amarilla de la luminaria de enfrente que sesgada incidía sobre el antiguo aviso, se hacían visible los contornos de las viejas letras.

Días después al salir de clases vimos pasar un entierro, llevaban el ataúd en hombros, Celina dijo con voz audible: ¡Mira, igualito al bote que vimos en aquella carpintería! ¿Te acuerdas? Una señora que estaba allí viendo pasar el sepelio se volteo a mirarnos y dijo en susurro: ¡Sshhiii! Ese no es un bote, niños, es un ataúd. No quedamos convencidos de la aclaración de la señora. Años más tarde, ya había cambiado de colegio y Celina no sé para donde se había ido, me entere de la leyenda griega de Caronte que en un bote pasaba  los difuntos de una orilla a otra cruzando el rio Aqueronte. Entonces, atando cabos, sí teníamos razón en llamar botes a los ataúdes de aquella carpintería, pues son esos los botes en que los muertos hacen el viaje navegando de esta a la otra vida.

Noviembre 15 de 2012