Del saber y los entendidos

                     Porque yo tengo del arte y de la vida misma, de la cual el arte es la esencia, un sentimiento tan vasto y tan grande, es por lo que encuentro chocante y falso que muchos oficien de académicos.

                                                  Vincent Van Gogh

 

Si “supiera” pintar, esos cuadros no tendrían la luminosidad y esa profundidad de colorido que los caracteriza. Si “supiera” escribir, los textos no se leerían con fluidez, no tendrían esos giros ni serían tan amenos como muchos opinan.

A propósito del tema, sin pretender tocar fibras sensibles, transcribo a continuación parte de la nota que envié al señor Jesús Vélez Cuello, en enero 22 de 2003, cuando me obsequió, con dedicatoria, su libro Crónicas irreverentes de Santa Marta, y la advertencia que sobre su lectura me hiciera:

“Tu recomendación para leer “Crónicas…” fue que no empezara por el comienzo porque, según tu amigo, licenciado especialista en literatura, de mucha sapiencia en ese arte, eran relatos “tontos” o algo así. Qué pena con él, mi estimado Jesús Mariano, pero, respetando su opinión, he de decirte que “los entendidos nunca han pecado de genialidad”. La razón es muy simple, y lo simple resulta ser más complejo de lo que la gente cree, tan simple como la vida y expresiones de Remedios, la bella, tan simple que no se tomaba el trabajo de pensar, digo yo, porque eso de por sí es ya una complicación. Los entendidos, con diplomas de PhD y otras arandelas están metidos en cuadrículas, en esquemas heredados, y cuando pasan por geniales es que están ampliando la cobertura de las cuadrículas a espacios donde antes no llegaban. “Saben mucho” y todo, por lo general, lo enmarcan en nombres y categorías rimbombantes, pero siempre pegados a la ortodoxia heredada de manera acrítica. Son herederos de mitos transmitidos por la academia, como estatuas de piedra inamovibles, y que si alguna vez aparecen variantes, en esencia no son otra cosa que modificaciones de las apariencias, con “ramitos y encajes”, pero cuyo contenido permanece inmodificado. De esos mitos da cuenta Eduardo Carranza en su Bardolatría refiriéndose al mito que perduró, si no es que aún persiste, de Guillermo Valencia. Álvaro Mutis se refiere a las generaciones posteriores a Valencia, que fueron de alguna manera afectadas por Bardolatría, como “bobitos”, pues pretendieron mostrarse diferentes sin haber cambiado realmente, porque no fueron capaces de enfrentar críticamente a Valencia (su obra), como tampoco analizar, rumiar, rumiar, rumiar a Bardolatría.

“Toda esta diatriba peregrina para decirte que los escritos o artículos o crónicas, como quieran llamarlos, que figuran en De la naturaleza samaria, puede que no sean la máxima expresión de la literatura (¿Qué sé yo?), pero sí contienen la expresión de una gran sensibilidad que ninguna universidad del mundo produce por sí sola. La academia no genera sentimientos. Esas son cosas que brotan del espíritu, para decirlo con el resto de la gente. Es algo que sólo las gentes sencillas, humildes, en la mejor expresión del término, pueden concebir. El relato La flor del abrojo, por ejemplo, me conmovió. Esconde una cantidad de mensajes que, indudablemente, la academia no enseña y los “genios” de la cuadrícula no pueden apreciar y mucho menos entender. Toda esa sección, que anoche leí, bien vale el libro, sin desmeritar el resto, claro está.

Mi estimado Jesús Mariano, sólo quienes se atreven a romper esquemas, los irreverentes, los que como bovinos rumian y rumian el pensamiento, los que no tragan entero, los que caminan sobre el filo de la navaja entre la libertad y la locura, pueden ver la vida y las cosas que la rodean y alimentan de una manera diferente al común de la gente. Son los que se pueden extasiar en el asombro del amarillo escandaloso y maravilloso de los cinco pétalos de una flor de abrojo. Tal vez, quizás, porque algún día se hincaron la planta de los pies con los “perritos”. Esa estirpe, por infortunio, está condenada a la soledad, así se encuentre inmersa en una multitud.

Marzo 2008