Cómo se hacía el pesebre en mi casa

Había hecho ya el recorrido por los almacenes Universo y J. V. Mogollón en busca de la paja, fina viruta de madera, que servía para proteger los artículos de loza o de cristal en las cajas de empaque.

Por la tarde fui hasta el almacén la Estrella Matutina para comprar dos sobres de anilina verde y amarillo. Debía añadir amarillo al verde para rebajar la tendencia azul que traía éste y semejarlo más al verde vegetal. Allí me regalaron algo más de paja.

Temprano, al día siguiente, sumergí la paja en una olla con agua en la que había disuelto la anilina. Luego de unos minutos, cuando se había impregnado el color, la sacaba y escurría para extenderla en el piso sobre periódicos, para que se secara al sol.

Teníamos listo los pliegos de papel de bolsas de azúcar y harina, y de otro que llamaban encerado, eran dos hojas unidas por una sustancia cerosa negra, lo que le daba consistencia y grosor. El papel era de color caqui o café claro. En un carro de mula habíamos traído, desde el viejo depósito, las cajas de madera, que eran de pino, donde venían empacadas las botellas de whiskey, los huacales en los que embalaban las baldosas para pisos, y dos viejas mesas: una mediana y otra pequeña. Con un frasco lleno de chinches, estábamos listos armar el pesebre de ese año.

Era diciembre de 1960. El señor Manuel Alejandro Cabas, quien venía armando el nacimiento desde hacía varios años, había resuelto no volver más. De modo que nos correspondía esa labor y, sin mucho reparo, resolví asumirla.

La regla uno era: nada de pesebre esquinado. De modo que me encontraba sólo frente a la pared desnuda. Sentado en el piso frente a ella, la observe por un buen rato pensando en qué hacer, cómo empezar. Había visto varias veces al señor Cabas, pero no retenía lo que consideraba la parte más difícil: el comienzo.

Igual que sucede cuando estamos frente al un lienzo o a una hoja de papel o a la pantalla del PC en blanco, así estaba yo frete a la pared, hasta cuando sucedió lo que debía suceder, apareció una luz, y manos a la obra. La mesa mediana sería el centro de la estructura, pero no pegada a la pared porque así sólo serviría para sostener los demás elementos, de modo que quedó a cierta distancia de ésa. Sobre la mesa, apoyados sólo en una parte y la otra contra la pared, fui colocando huacales y cajas dando forma a lo que sería una gruta y a los cerros, que alcanzaban una altura de casi tres metros. Delante de esta mesa quedó colocada la pequeña e intercalando cajas y huacales llegue a la altura mínima sobre el piso. Una caja aquí y otra allá y listo, estaban formados los lados y terminada la estructura.

Regla dos: pies calzados, para evitar un chinche clavado en la planta del pie. Cubierta esta advertencia, y pisando con cautela para evitar un traspié y terminar enhuacalado en el suelo, continué con la siguiente etapa.

Regla tres: nada de chinches en la boca. Con varios pliegos en la mano y el franco de chinches en un lugar seguro, empezaba la magia de crear montañas. El papel, luego de arrugarlo para hacerle quiebres, se tomaba con las dos manos y con movimientos hacia adentro o hacia el pecho, se la iba dando cierto englobamiento y se iba fijando con las chinchetas a la madera de las cajas, procurando dejar espacios planos. A medida que se iba cubriendo la estructura con el papel se colocaban las casquillas o portalámparas para bombillos grandes, de 110v, para que quedaran camuflados; el de lo alto  amarillo-naranja para dar efecto de sol naciente, dos amarillos para iluminar el interior de la gruta, y otros verdes, azules y naranjas para producir efectos variados en el armazón.

Cubierto todo con el papel se apreciaba ya una mole formada por cerros, valles y planos. Los espacios entre pegas y vértices se rellenaban con la paja, lo cual terminaba por darle el acabado definitivo de una porción de terreno en miniatura al que con papel de celofán y círculos de espejo se dotaba de ríos y lagos. En alguna ocasión una amiga de casa nos trajo musgo de Bogotá, después esta práctica fue desterrada por preservación de la naturaleza

La siguiente etapa era distribuir las instalaciones de foquitos los cuales se fijaban en pliegues del papel sostenidos con alfileres. No hubo regla explicita, pero los dedos maduraron de tantas pinchadas de alfiler, y quedó aprendido para siempre que cuando hay corriente no se debe meter el dedo en una casquilla ni juntar dos cables de diferente polaridad porque, además del chispotazo del corto circuito, se puede propiciar un incendio. Igual, no dejar cables descubiertos y sobre todo mantenerse aislado del piso y de cualquier contacto con la pared para evitar el remezón de un corrientaza. Debí padecerlos más de una vez para aprender la lección.

Iluminado completamente el pesebre, con los dedos hincados y la sensación de estar electrizado, se colocaban las imágenes de María, José, el burro y el buey. En casa resolvíamos el problema del viaje de los tres reyes magos ubicándolos de una vez. Sólo el niño quedaba guardado en su cajita de cartón a la espera de que llegara  nochebuena para hacerlo nacer, colocarlo sobre su canastilla.

El resto se llenaba de fieras en los cerros, extensos rebaños de ovejas y cabras con uno o dos pastores, en los planos próximos a la gruta. Patos y peces nadando en ríos y lagos. Uno o dos caseríos con sus respectivas iglesias. En casa éstos eran de cartón en un principio y después de plástico. Me fascinó, hace unos años, ver en la capilla del asilo de ancianos las casas y edificaciones hechas por el sacerdote en icopor, con todas las características arquitectónicas, supongo, de aquella vieja época en Jerusalén.

Así como encontramos iglesias no es de extrañar que hubiese también algún tren eléctrico o una monja regando maíz a los pollitos, y al lado de una estampida de animales salvajes, una o dos busetas de servicio intermunicipal o algún helicóptero si no un jet a punto de decolar. Las plantas pequeñas en materas se colocaban alrededor de la base, lo que les daba un toque especial.

Con los años aparecieron en el comercio papeles cubiertos de verdor y la paja desapareció. Los almacenes agáchate popularizaron las instalaciones de cientos de foquitos multicolores e intermitentes que reemplazaron los “ajicitos” de instalaciones en serie de sólo ocho bombillitos.

Para mí fue siempre una interesante aventura armar el nacimiento en casa. Lo hice en casa de mis padres hasta cuando mi esposa me sacó a vivir aparte, entonces lo continué haciendo en la nueva vivienda. Ahora es mi hija menor la que se entusiasma con ello, pero igual que con los gatos y la perra, es a mí a quien corresponde la lidia, por decirlo de alguna manera.

Se ha ido perdiendo la devoción o practica de hacer el pesebre. He visto casas donde antes se entusiasmaban por hacer aquel promontorio artificial, reducirlo a una canastilla con un papel verdoso en el fondo sobre el que colocan las imágenes y una que otra ovejita descarriada, con algunas lucecitas intermitentes. Son curiosas y llamativas artesanías que exigen los cada día más reducidos espacios en las viviendas.

Hacer el pesebre

La Navidad, en ese entonces, comenzaba el 16 de diciembre con la novena del Niño-Dios. El 15 por la mañana llegaba el señor Manuel Alejandro Cabas. Debíamos tener listos los huacales y cajas, el papel encerado y los chinches. Con agilidad de experto, a partir de una mesa como eje central y huacales y cajas sobre y en torno a ésta, comenzaba desde arriba a moldear el papel. Aparecían montañas, grutas y valles. En minutos quedaba armado el pesebre. La tía le entregaba un billetico verde, discretamente doblado.

Así lo hizo durante varios años, hasta uno en que no llegó el 15 sino el 16. Dijo que ese era el día en que debía armarse porque ese era el día en que empezaba la novena, y que buscáramos quien lo hiciera el año siguiente. El año siguiente y los demás fui yo quien estuvo a cargo de armar el pesebre.

Era ésta una de las cosas en que más gozaba la tía, y donde quiera que viajaba siempre estuvo pendiente de traer cositas y checheritos para la decoración: la monjita dando maíz a los pollitos, de panamá; la iglesia en cerámica, de tunja; las bailarinas, de españa; los toros y caballos, de la feria de manizales; las casitas de cartón, de cali; la imágenes en yeso de maría, josé, el niño y demás, de roma, que no era recuerdo de ningún viaje sino un regalo de las hermanas amalia y rosa ferrara.

Para mí era una entretención armar el pesebre. El de la casa, cuando niño, era cargado de instalaciones de foquitos ajicitos y de los otros que venían en paralelo; también tenía bombillos de colores a ciento veinte voltios con los que producíamos efectos de atardeceres y amaneceres. Las instalaciones eléctricas eran complicadas y se puede decir que entre corrientazos y cortos circuitos aprendí fundamentos de electricidad.

El pesebre o nacimiento se erigía en la sala, que estaba provista de dos grandes ventanales; a la hora de la novena la gente se agolpaba para presenciar el rezo y el canto de villancicos, y apreciar la monumental obra de papeles, cajones y luces.

Todos los años, al acercarse diciembre, comenzabamos los preparativos con la Tía. Revisábamos las instalaciones eléctricas, buscábamos los papeles y la pajita que habíamos de teñir con anilina verde que comprábamos en la Estrella Matutina. Visitábamos, también, al señor Pájaro para proveernos de huacales.

No faltaban las subidas a los cerros en búsqueda de plantas espinosas. Siempre traíamos algunos cactus y otros palitroques secos, además de unas cuantas espinas hincadas en piernas, pies y manos.

A veces, a estas alturas de la espiral existencial, creo que esa clase de recreación es una de las mil cosas que debemos realizar otra vez antes de morir.