1954, con la razón en uso

Cuando niños, los de mi generación vivimos en absoluto encantamiento hasta llegar a los siete años. Ni la primera comunión podía redimirnos de ese estado de la sin razón, considerada así por los adultos de entonces. Sin embargo, como hecho paradójico, teníamos capacidad para entender e interpretar las morisquetas que los mayores, padres y familiares nos cruzaban sobre las visitas cuando notaban nuestra presencia.

  Levantaban las cejas, torcían los labios, echaban hacia atrás la cabeza, chasqueaban los dedos, etc. Todo para indicarnos que los niños no intervienen en los asuntos y conversaciones de los mayores o que escucharlas es cuestión de mala educación y por tanto debíamos desaparecer. Claro que niños y aún sin poder echar mano de la razón nosotros entendíamos perfectamente.

Cuando alcanzamos la edad de siete años nos reconocieron y concedieron el derecho de usar la razón: ya teníamos “uso de razón”. Quizá por ello 1954 es el año de mayor fijación en mi memoria.

Mantengo la imagen del número 1954 en el almanaque ilustrado con la fotografía de una joven sonreída que pasaba todo el año con un cigarrillo humeante entre los dedos, cuando del misterioso reloj de péndulo (que por ningún motivo debía tocar) sonaron cuatro campanadas y los cristales comenzaron a chocar entre sí y las cosas se movían, y en medio del vértigo sentí que por la calle rodaba una inmensa rueda. Cuando salí a mirar ya había pasado el primer temblor  de tierra que recuerde.

La impresión que causó ese hecho recién descubierto bajó pronto con el deleite de un pan francés caliente untado con mantequilla, que a esa hora comprábamos en las carretillas de la panadería La mano de Dios.

Un día de febrero, después de almuerzo en el que hubo “tití” y de sobremesa dulce de icaco, la Tía sentenció: “Nos vamos para Barranquilla y tú vas conmigo”.

Somnoliento aún, a las cinco de la mañana abordé la camioneta de Avianca, que en los lados tenía impreso el emblema de la empresa: un cóndor con las alas extendidas sobre el globo terráqueo.

El aeropuerto Simón Bolívar era en ese entonces una casucha con torre de control y terraza abierta hacia la pista. Amanecía cuando abordamos el pequeño bimotor, DC3. Como quien escala una loma alcancé un puesto delantero cerca de la ventanilla. Viendo mar por todas partes, con el cinturón ajustado hasta la asfixia, me aferraba a la silla para evitar las caídas repentinas y breves del avión: vacíos, decían. Apareció la azafata ofreciendo sándwiches y gaseosas: “No puedes comer nada porque te vomitas”.

Ese sándwiche empacado en celofán con el distintivo de Avianca quedó fijado en mi mente como un apetitoso deseo frustrado durante ocho años, hasta cuando con mi mamá abordamos otro DC3 con destino Medellín, y pude satisfacerlo por partida doble, por generosidad de ella.

En Barranquilla, calzando zapatos un número más grande, inútilmente acuñados con algodón, fuimos bien temprano a casa de una parienta por donde pasaría la Batalla de flores.

De las carrozas recuerdo la de Avianca: un avión dando vueltas alrededor del mundo; la niña sentada en una media luna, de Colombina y el desfile de cabezones con rostro de personajes del gobierno y la política; los toritos y las marimondas entre otra cantidad de genialidades del carnaval de la costa.

Las reinas, al son de flautas y tambores, repartían besos y sonrisas mientras arrojaban al público flores, bolsitas de confeti y rollitos de serpentinas. La emoción de los disfraces y las comparsas me hizo olvidar la incomodidad de los zapatos. El ritmo entró en mis huesos y fijo en el puesto empecé a seguirlo con movimientos torpes de brazos y piernas. Al fin y al cabo era un inicio.

Una de las reinas saludó por el nombre a la parienta y nos llenó de besos aéreos y confeti. A poca distancia cayo un paquete de serpentina. Cuando ya estaba listo para descargar el impulso y lanzarme sobre él, sentí un fuerte apretón en el brazo: “Cuidadito con moverte de ahí”. La alegría de aquel momento quedó congelada y todo lo demás empezó a parecer aburrido.