En Valledupar, la virgen de Santa Marta

Pasamos frente al Cacique Upar a las dos de la tarde bajo un radiante y alegre sol canicular. Descendí del bus climatizado, avancé unos metros y me senté en una de las bancas próximas al estacionamiento de taxis en la terminal de transporte. Permanecí allí unos minutos, sin pensar en nada, como si me hallara en otra dimensión, hasta cuando empecé a sentir la sofocación, y reaccioné. Me levanté y abordé un taxi.

Más tarde nos dispusimos hacer un recorrido de reconocimiento por la ciudad. En Valledupar hay un número significativo de galerías y salimos con ánimo de visitar algunas. Es notoria la cantidad de pintores y muy buena la calidad de las obras. Trabajan con mucha soltura el acrílico, sin apartar el óleo, y utilizan la espátula en la mayoría de los trabajos. Resuelven las obras con impresionante  rapidez: por ello, precisamente, prefieren el acrílico al óleo, pues es de secado más rápido.

Empezábamos el recorrido, a eso de las cuatro, cuando se desgajó un torrencial aguacero que generó fuertes corrientes, casi arroyos, en las calles. Se oscureció la ciudad y el transito vehicular se hizo dificultoso. A las cinco dejó de llover, se recogieron los nubarrones y apareció el sol como si nada hubiera pasado. Alcanzamos a visitar unas cinco galerías y conversar con sus propietarios, los pintores.

La pintura está generalizada en la ciudad. Producen en especial bodegones con manzanas, peras y otras frutas, con mucha pulcritud y refinamiento que en vistosidad superan la realidad y hasta hacen paladear. Sobresalen, igualmente, las obras representativas de la música vallenata, como los tres intérpretes de caja, guacharaca y acordeón, con la cara tapada por el sombrero, así como imágenes de las etnias de la Sierra Nevada y obras surrealistas y abstractas.

Temprano, al día siguiente, llegué hasta el Cementerio Central. Estaba cerrado y sólo abrirían después de las tres de la tarde, me informó la señora que vende flores al lado de la entrada, pero el compañero de ésta me sugirió que hablara con el vigilante: “Toque el timbre, señor, que él esta ahí”. Así lo hice y logre entrar. Visité la tumba número 100 donde reposan los restos de un ser que fue muy querido y apreciado en mi familia: mi cuñado y amigo Roberto Domínguez Saade. En los pocos minutos que permanecí allí pasaron por mi mente retazos fugaces de esa historia de vida. Antes de retirarme, en reconocimiento por lo que fue y por si acaso pudiera serle útil, recé un Padre Nuestro.

Caminé por el Parque de las Madres, que está al frente del Cementerio, me detuve a observar la imagen que le da el nombre: sobre un pedestal está la Virgen del Carmen con una mujer arrodillada al lado ofreciéndole el hijo. No hay placa que dé alguna explicación. Seguí caminando y tome asiento en el Café de las Madres donde me deleité disfrutando de un tinto caliente mientras corrientes de aire fresco se alternaban con el caluroso clima.

A las diez de la mañana del otro día, llegué puntual al café Juan Valdez del centro comercial, para cumplir una cita acordada con Mary Daza Orozco. Conocí a Mary años atrás, cuando coordinaba en el Banco de la República de Santa Marta el programa “El escritor y su cuento” allí tuve el agrado de contarla entre los participantes y, en esa ocasión, ella nos habló de su experiencia como escritora y periodista, y de su producción literaria; como: Los muertos no se cuentan así, Cuando cante el cuervo azul, Cita en el café La Bolsa. Esa mañana Mary llego con una blusa verde esperanza, o tal vez esmeralda, sonriente y optimista. Hablamos de todo  lo que había que hablar, de lo divino y de lo humano, de amigos y conocidos (en los mejores términos, por supuesto), de lo que cada uno ha hecho y le falta por hacer y de su última obra: Encuéntrame, novela de la cual me obsequió un ejemplar con la recomendación de que lo leyera con afecto, no con sentido crítico, y así ha de ser.

Entre vueltas, tintos y visitas, entré una tarde a la iglesia de la Concepción, ya lo había hecho el día anterior, pero un grupo de feligreses rezaba un rosario dirigido por un cura con capa pluvial blanca y un coro de señoras ocupaba sitio frente al santo Ecce Homo, por lo cual decidí volver. Para acercarse al santo Ecce Homo hay que sortear algunos obstáculos, la imagen está protegida por un cilindro de vidrio y los reflejos no permiten distinguirla. Al fondo del altar mayor se halla un retablo que desafortunadamente se mantiene a oscuras y no se logra apreciar. Como visítate me sentí frustrado y así se los hice saber a unas señoras afines a la iglesia que se encontraban reunidas a la entrada.

Visité la catedral o iglesia del Rosario. Al lado izquierdo se encuentra una torre campanario que evidencia una construcción ajena al resto de la edificación. Esta se caracteriza por la presencia de arcos hiperbólicos. uno en la fachada, cinco en el interior a partir del coro, uno al comienzo del presbiterio y otro detrás del altar mayor. Esta aérea cuenta con tres niveles de tres escalones cada uno. En la pared  izquierda se halla una depresión que forma un recinto con bóvedas a lado y lado y al fondo la imagen de Jesús Nazarena. No obstante que en Real Cédula de 1787 Carlos III de España prohibió los enterramientos intramuros en los templos, en esta iglesia se ha continuado con esa costumbre.

El domingo 29 de julio se me ocurrió pasar otra vez por la catedral, encontré que a esa hora: nueve de la mañana, celebraban misa y había un matrimonio. Pero al lado derecho, en la parte delantera, fuera de su nicho había una imagen sobre un pedestal, adornada con flores blancas. Era una figura de mujer esbelta vestida de verde con capa roja, pisoteando un dragón; con la mano derecha sostenía una cruz y en la izquierda, un acetre o balde con el hisopo para el agua bendita. Era la celebración de la fiesta de la virgen de Santa Marta en Valledupar.

Valledupar, la ciudad de los Santos Reyes

Santos Reyes no por los del Festival de la Leyenda Vallenata sino en honor a los Reyes Magos por la fecha de su fundación, a cargo del Capitán español Hernando Santana, el 6 de enero de 1550, y para congraciarse, además, con la memoria del cacique de la tribu de los Uparis, de ese valle. El nombre completo quedó, entonces: “Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar”.

Estuve allí en 1967 de paso en un viaje de ida y vuelta para Alvernia, en Pueblo Bello, a un encuentro con Jesús que en esos días estaba hospedado en el monasterio de los capuchinos, yo estudiaba en el colegio San Luís Beltrán de sus pares fraternos, los franciscanos. No fue mucho lo que de la ciudad vimos, pues a la llegada fuimos transbordamos enseguida a los jeep que nos conducirían a Pueblo Bello, allí encontré la capilla que tiene la torre del campanario en piedras de río y que fue el motivo del primer óleo que pinté, copiado de una tarjeta postal, cuando cursaba algunos años del bachillerato en Medellín.

Al regreso, todos arrepentidos y santificados, alcancé a ver lo que había en el trayecto entre el sitio donde nos dejaron los jeep y la iglesia Las tres Avemarías, donde, para terminar el proceso de santificación espiritual, incluido en nuestro programa para obtener el título de bachiller, debimos escuchar misa y homilía oficiada por un obispo, anciano, de barba blanca y bifurcada, de nombre Vicente Roig y Villalba. En ese trayecto pude apreciar algunos aspectos de un pueblito de casitas viejas iluminadas como con luz de velas.

He vuelto de afán en dos o tres ocasiones, pero hace algunos días me dispuse ir a visitar la ciudad de los Santos Reyes, y arranqué. Cuatro horas exactas entre las dos terminales. Salimos cumpliendo itinerario. En el mismo instante en que el conductor introducía la llave en el encendido del bus comenzaba a sonar el Himno Nacional en alguna emisora radial sintonizada en uno de los estaderos de la terminal. Eran las seis de la mañana y no estaba lloviendo. (Para esos días llovía a diario en toda la costa)

  Entre ronquidos y cabezazos tomé conciencia de nuevo cuando pasamos por el obelisco, monumento a la vida, a la entrada de la ciudad y al poco rato estábamos en la glorieta del monumento al Cacique Upar, próximos a la terminal. Sabía que no habría alguien esperándome, pues no lo había convenido así. Al bajar del bus me sentí rodeado de ausencia y opte por sentarme en uno de los escaños cercanos a la bajada.

 Desde allí vi pasar gestes que arribaban en otros buses. No se me acercó ningún vendedor de cosas inútiles ni de golosinas ni de suerte, tampoco pasó algún vendedor de tintos, que hubiera llegado oportuno, pues ansiaba en esos momentos uno doble. Ahí estuve sentado un largo rato, con una sensación extraña, como si el tiempo se hubiera detenido y no me interesara que avanzara, hasta cuando caí en la cuenta que frente a mí estaban los taxis estacionados en hileras. Quise abordar el último y uno de los acomodadores de ocasión me abrió la puerta, mas el conductor se negó indicándome que me dirigiera al primero de la fila, a quien lo tocaba el turno, así hube de hacerlo.

 Mi destino inicial era la casa donde vive mi hermana. En el taxi, hicimos el recorrido por calles, carreras y diagonales, la mayoría de ellas amplias de doble vía, con separadores hasta de dos metros, sembrados de árboles frutales, tan grandes  que hacen las veces de parasoles, igual a lado y lado de la vía. Las intersecciones de éstas, en algunos sitios, se resuelven en glorietas, en el centro de las cuales hay un monumento en honor a algún hecho, cosa o personaje propio. Así, pasé por las glorietas de los  gallos peleando (uno de ellos tiene agarrado al otro por el pescuezo); la de la marialucía o mariamulata; la del pedazo de acordeón (vale aclarar, que en el argot de la región pedazo es un decir que no significa exactamente fragmento sino un intensificador; algo sí como: «Pedazo de mujer tan bella» o «Pedazo de brutro este»); la del folclor o de los tres interpretes propios de la música vallenata: del acordeón, de la caja y de la guacharaca; la de los poporos. La sirena dorada de Hurtado, la había vista tiempo atrás, mas en esta ocasión no estaba entre mis planes ir al Guatapurí

 En una de las salidas, en compañía de mi hermana Ilka Cecilia, estuvimos en la Casa de la Cultura, ubicada en lo que fue un monasterio. Había allí una exposición de pintura y un grupo de música de viento ensayaba notas antillanas. Una señora vestida de negro nos abordó de forma intempestiva y quiso narrarnos la historia del edificio, mas no le dimos tiempo y salimos sin haber apreciado las pinturas y sin saber de su autor. No creo equivocarme si digo que vi en la ciudad más de diez galerías de  pintura, alguna de las cuales alcancé a visitar.

La plaza Mayor, Alfonso López Pumarejo, en toda su dimensión, estaba desierta. Cruzada apenas por uno que otro transeúnte. La tarima Francisco El Hombre con la boca abierta guardaba silencio, frente a ésta, en el ángulo derecho, se erige el monumento a la Revolución en marcha: es una escultura en línea oblicua de una mujer desnuda, con líneas corpóreas bien definidas, pero con el rostro como de una máscara, asciende con los brazos extendidos y el dedo índice izquierdo señalando hacia arriba, seguida por un hombre, armado de lanza, cubierto con una capa terminada en caperuza que le oculta el rostro, pero que deja ver la parte delantera del cuerpo, exhibiendo unos testículos alargados y flácidos.

No busque ni me encontré con algún amigo o conocido, no estaba en mis planes hacer actividad social, y el propósito de ese viaje no era otro que el de restañar huellas sentimentales. Pero sí llevaba la intensión de visitar la iglesia de la Concepción para ver la imagen del Santo Ecce Homo. Allí llegue a las seis de la tarde, luego de atravesar en diagonal la Plaza y entretenerme, mientras caminaba, viendo a niños haciendo piruetas de transito en carritos eléctricos conducidos por ellos. Eran casi las seis de la tarde, la iglesia estaba llena, pues estaban en el novenario de un reconocido compositor cuyo cortejo fúnebre, muy concurrido, presencie  por la tarde el día de mi llegada. “Al fondo, por la nave izquierda”, me había dicho Ilka Cecilia. Llegue hasta el nicho donde se encuentra la imagen color caramelo: “este es el hombre”. Tres potencias de plata irradian desde la cabeza; los ojos, grandes, de vidrio dan una expresión de vida al rostro adolorido. Es, sin lugar a dudas, una bella y valiosa pieza de arte religioso. Para protegerla del excesivo manoseo de los devotos, la imagen fue introducida en un cilindro de vidrio, cuyos reflejos hacen difícil apreciarla.

 Allí estuve un rato frete al Santo Ecce Homo, luego di media vuelta y con pasos lentos me dispuse a salir de la iglesia, sentí que todas las miradas se dirigían hacia mí. Al día siguiente, después de cuatro días en los que no llovió, tomé el bus de regreso.

En la ciudad de los Santos Reyes

Santos Reyes no por los del Festival de la Leyenda Vallenata sino en honor a los Reyes Magos por la fecha de su fundación a cargo del Capitán español Hernando Santana, el 6 de enero de 1550, y para congraciarse con la memoria del cacique de la tribu de los Uparis, de ese valle. El nombre completo quedó, entonces: “Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar”.

Estuve allí en 1967 de paso en un viaje de ida y vuelta para Alvernia, en Pueblo Bello, a un encuentro con Jesús que en esos días estaba hospedado en el monasterio de los capuchinos, yo estudiaba en el colegio San Luís Beltrán de sus pares fraternos, los franciscanos. No fue mucho lo que de la ciudad vimos, pues a la llegada fuimos transbordamos enseguida a los jeep que nos conducirían a Pueblo Bello, allí encontré la capilla que tiene la torre del campanario en piedras de río y que fue el motivo del primer óleo que pinté, copiado de una tarjeta postal, cuando cursaba algunos años del bachillerato en Medellín.

Al regreso, todos arrepentidos y santificados, alcancé a ver lo que había en el trayecto entre el sitio donde nos dejaron los jeep y la iglesia Las tres Avemarías, donde, para terminar el proceso de santificación espiritual, incluido en nuestro programa para obtener el título de bachiller, debimos escuchar misa y homilía oficiada por un obispo, anciano, de barba blanca y bifurcada, de nombre Vicente Roig y Villalba. En ese trayecto pude apreciar algunos aspectos de un pueblito de casitas viejas iluminadas como con luz de velas.

He vuelto de afán en dos o tres ocasiones, pero hace algunos días me dispuse ir a visitar la ciudad de los Santos Reyes, y arranqué. Cuatro horas exactas entre las dos terminales. Salimos cumpliendo itinerario. En el mismo instante en que el conductor introducía la llave en el encendido del bus comenzaba a sonar el Himno Nacional en alguna emisora radial sintonizada en uno de los estaderos de la terminal. Eran las seis de la mañana y no estaba lloviendo. (Para esos días llovía a diario en toda la costa)

  Entre ronquidos y cabezazos tomé conciencia de nuevo cuando pasamos por el obelisco, monumento a la vida, a la entrada de la ciudad y al poco rato estábamos en la glorieta del monumento al Cacique Upar, próximos a la terminal. Sabía que no habría alguien esperándome, pues no lo había convenido así. Al bajar del bus me sentí rodeado de ausencia y opte por sentarme en uno de los escaños cercanos a la bajada.

 Desde allí vi pasar gestes que arribaban en otros buses. No se me acercó ningún vendedor de cosas inútiles ni de golosinas ni de suerte, tampoco pasó algún vendedor de tintos, que hubiera llegado oportuno, pues ansiaba en esos momentos uno doble. Ahí estuve sentado un largo rato, con una sensación extraña, como si el tiempo se hubiera detenido y no me interesara que avanzara, hasta cuando caí en la cuenta que frente a mí estaban los taxis estacionados en hileras. Quise abordar el último y uno de los acomodadores de ocasión me abrió la puerta, mas el conductor se negó indicándome que me dirigiera al primero de la fila, a quien lo tocaba el turno, así hube de hacerlo.

 Mi destino inicial era la casa donde vive mi hermana. En el taxi, hicimos el recorrido por calles, carreras y diagonales, la mayoría de ellas amplias de doble vía, con separadores hasta de dos metros, sembrados de árboles frutales, tan grandes  que hacen las veces de parasoles, igual a lado y lado de la vía. Las intersecciones de éstas, en algunos sitios, se resuelven en glorietas, en el centro de las cuales hay un monumento en honor a algún hecho, cosa o personaje propio. Así, pasé por las glorietas de los  gallos peleando (uno de ellos tiene agarrado al otro por el pescuezo); la de la marialucía o mariamulata; la del pedazo de acordeón (vale aclarar, que en el argot de la región pedazo es un decir que no significa exactamente fragmento sino un intensificador; algo sí como: «Pedazo de mujer tan bella» o «Pedazo de brutro este»); la del folclor o de los tres interpretes propios de la música vallenata: del acordeón, de la caja y de la guacharaca; la de los poporos. La sirena dorada de Hurtado, la había vista tiempo atrás, mas en esta ocasión no estaba entre mis planes ir al Guatapurí

 En una de las salidas, en compañía de mi hermana Ilka Cecilia, estuvimos en la Casa de la Cultura, ubicada en lo que fue un monasterio. Había allí una exposición de pintura y un grupo de música de viento ensayaba notas antillanas. Una señora vestida de negro nos abordó de forma intempestiva y quiso narrarnos la historia del edificio, mas no le dimos tiempo y salimos sin haber apreciado las pinturas y sin saber de su autor. No creo equivocarme si digo que vi en la ciudad más de diez galerías de  pintura, alguna de las cuales alcancé a visitar.

La plaza Mayor, Alfonso López Pumarejo, en toda su dimensión, estaba desierta. Cruzada apenas por uno que otro transeúnte. La tarima Francisco El Hombre con la boca abierta guardaba silencio, frente a ésta, en el ángulo derecho, se erige el monumento a la Revolución en marcha: es una escultura en línea oblicua de una mujer desnuda, con líneas corpóreas bien definidas, pero con el rostro como de una máscara, asciende con los brazos extendidos y el dedo índice derecho señalando hacia arriba, seguida por un hombre, armado de lanza, cubierto con una capa terminada en caperuza que le oculta el rostro, pero que deja ver la parte delantera del cuerpo, exhibiendo unos testículos alargados y flácidos.

No busque ni me encontré con algún amigo o conocido, no estaba en mis planes hacer actividad social, y el propósito de ese viaje no era otro que el de restañar huellas sentimentales. Pero sí llevaba la intensión de visitar la iglesia de la Concepción para ver la imagen del Santo Ecce Homo. Allí llegue a las seis de la tarde, luego de atravesar en diagonal la Plaza y entretenerme, mientras caminaba, viendo a niños haciendo piruetas de transito en carritos eléctricos conducidos por ellos. Eran casi las seis de la tarde, la iglesia estaba llena, pues estaban en el novenario de un reconocido compositor cuyo cortejo fúnebre, muy concurrido, presencie  por la tarde el día de mi llegada. “Al fondo, por la nave izquierda”, me había dicho Ilka Cecilia. Llegue hasta el nicho donde se encuentra la imagen color caramelo: “este es el hombre”. Tres potencias de plata irradian desde la cabeza; los ojos, grandes, de vidrio dan una expresión de vida al rostro adolorido. Es, sin lugar a dudas, una bella y valiosa pieza de arte religioso. Para protegerla del excesivo manoseo de los devotos, la imagen fue introducida en un cilindro de vidrio, cuyos reflejos hacen difícil apreciarla.

 Allí estuve un rato frete al Santo Ecce Homo, luego di media vuelta y con pasos lentos me dispuse a salir de la iglesia, sentí que todas las miradas se dirigían hacia mí. Al día siguiente, después de cuatro días en los que no llovió, tomé el bus de regreso.