Llegó esa mañana, cruzó la reja de la entrada y reptando avanzó hasta quedar dentro del jardín, debajo del árbol de azahar de la india. Allí permaneció con la cabeza enterrada entre las patas delanteras y el suelo. Respiraba acezante. Mantenía los ojos a medio abrir. Las hormigas negras, sin invadirlo, caminaban por su cuerpo.
Le acerqué un recipiente con agua y no hizo gesto alguno de darse por enterado. Derrame algunas gotas sobre el hocico y sacó la lengua para lamerse. Acerque el pote y fue, entonces, cuando trató de estirarse para alcanzarlo, pero lo volteó. Lamió el suelo y sus patas tragando además de agua granos de arena y hojas secas.
Pasado algunos minutos se incorporó, muestra de que estaba hidratado. Se mantenía echado sobre las patas, con mirada de mártir antes de la crucifixión o de Ecce Homo del Santuario de la Misericordia de Borja en Zaragoza, antes de la restauración. Le coloqué un plato con alimento concentrado y me miro como diciendo: eche, ¿eso es todo? Supongo que preferiría lomo fino a la plancha o filete con champiñones, qué se yo. Pero hubo de conformarse, no había otra alternativa.
Su mirada cambió, ahora expresaba vitalidad y movía la cola con fortaleza. Su ladrido no se correspondía con la edad, era fuerte, de adulto. Posiblemente la intemperie y el hambre le habían alterado las cuerdas vocales, pero ladraba, agitaba la cola y daba saltos solo cuando me veía a mí, con las demás personas se mantenía prudente y prefería ocultarse detrás de las plantas o pasarse para el jardín de la casa vecina. Su pelo tieso color beige pedía un buen baño con champú, pero aún lo mantenía bajo reserva. No tenía una sola garrapata. Era sólo un cachorrito, pues los testículos apenas mostraban una ligera sombra.
Uno de los días siguientes al regresar a casa corrió a recibirme y mientras yo abría el candado el perrito saltaba gruñendo y meneando la cola. Fue en ese momento cuando me sentí señalado, igual que las veces anteriores, para hacerme cargo del can.
Por casa han desfilado perros y perras de variadas estirpes, siempre traídos por mi hija menor, pero de ella sobre ellos solo queda el afecto pues los cuidados son rápidamente dejados al último que llegue, y ese tiene nombre propio. Con el cuidado de esos perros y gatos ajenos, me ha tocado jugar al médico veterinario: a “quiti”, una perrita de pelo blanco que le tapaba la cara, la atropelló un carro y le fracturó un hueso de la pata justo en el extremo donde remata la cabeza del hueso. El veterinario cobraba doscientos mil pesos por reducir la fractura porque debía meterle un clavo. Hubo llanto, ruegos, protestas menos dinero para el veterinario. Había que hacer algo y lo hice: mi hija agarro la perrita tapándole la cabeza con una toalla y yo le agarre la pata con el hueso bailando. Hurgué un buen rato hasta que sentí que el hueso ajustó en su puesto. Con un embase plástico de champú había hecho una férula, la rellené con algodón, se la coloqué y la envolví en esparadrapo. Después de veinte días le retire el envoltorio y la “quiti”, sin necesidad de fisioterapia, caminó como si nada hubiera pasado. En otra ocasión, en circunstancias desconocidas, llegó herida en la zona interior de uno de los muslos: calenté una aguja, la doble en arco y con nylon le tome ocho puntos de sutura. Y otras tantas curaciones que me ha tocado hacer con otros perritos y gatos. Hasta con un pollito, ya crecidito, que se le quebró una pata y se la pegué, pero le quedó torcida hacia un lado y cuando le quitamos el entablille el pobre animal tuvo que aprender a caminar de nuevo, y lo hacia como marcando el compás de cierto ritmo.
Salí para la panadería y a la media cuadra me di cuenta que el perrito camina a mi lado, con un paso como caballo de desfile militar. Lo mismo hizo cuando fui a la tienda, pero esa vez resolvió dar la vuelta a la manzana y regresar solo a la casa. El animalito se había encariñado conmigo y, por qué no, hay que reconocerlo, yo también con él. Aumenté la cantidad de alimento concentrado y le suministraba tres raciones al día.
Durante casi una semana estuvo este huésped en casa. No pasó de la puerta, dormía en la terraza de mi casa o en la del vecino, no se atrevió a salirse solo y cuando alguien se detenía en la verja gruñía y ladraba. Por la mañana, al mediodía y por la noche, si no le había puesto su ración de comida, empinado en dos patas se asomaba por la ventana y emitía un ladrido de reclamo.
Ese perro, empero, no se habría de quedar en mi casa, eso de ninguna manera. Pero todo indicaba que ese sería el desenlace. De verdad que era un dilema, pues el animalito había entrado en los afectos de toda la familia y en especial de quien lo lidiaba. Solo fueron cuatro días, en los dos últimos se lo ofrecimos a varias personas, pero todas se evadían. El quinto día no lo encontré. Salí a caminar por la cuadra y uno de los vecinos me dijo que había visto al perrito salir y seguir detrás de un carro de mula que pasaba. “Qué raro –me dijo–, el perrito caminaba como esos caballos que van en los desfiles de la Policía”