El visitante, al bajar del bus en frente de lo que fue la estación del ferrocarril en Ciénaga, queda impresionado ante la mole de acero que amenaza con caerle encima. Se trata de la estatua de un enorme negro casi desnudo, con machete en mano en posición de ataque. Es el monumento erigido en 1978 para conmemorar los cincuenta años de la masacre de las bananeras, y que lo cienagueros con la chispa que tenían para quitarle prestigio a las cosas, bautizaron como el “mondamento”, por las proporciones que cubre el taparrabo.
Resulta, empero, que el negro no es el prototipo del obrero de las bananeras de aquella época. Estos eran gentes de nuestras tierras, los guatacucos y muy poco de negramente o, para decirlo de acuerdo con los tiempos y no molestar a nadie, afrocolombianos. Vestían pantalones anchos de caqui, ajustándolos a las canillas y en la cintura con tiras de majagua, y con camisas o, por lo general, franelas de mangas largas popularmente conocidas como amansalocos. ¿De dónde sale, entonces, ese negro, perdón, afrocolombiano, empelotao?
El machete de hoja ancha que esgrime el personaje de la escultura en la mano derecha no corresponde al usado por los obreros para desmalezar. Estos utilizaban una especie de sable de un solo filo, con mango de madera alargado artesanalmente por ellos mismos, conocido como chambelona, y que al usarlo en sus labores se auxiliaban con el garabato. La indumentaria utilizada en los bailes de la Cumbia Cienaguera y el Caimán de Tomasita es tomada, salvo opinión diferente, de la ropa que usaban aquellos trabajadores de las bananeras. De manera pues que, al igual que se dice de algunas colas de mujer en exceso desproporcionadas, tenemos que decir que ese negro no es de ahí.
Pero las cosas que si son de ahí han ido desapareciendo y solo quedan como recuerdos guardados en el Museo Popular de Oswaldo Mestre Castañeda; por ejemplo, las tiendas de los propios.
Recuerdo que, hace unos cuarenta años, los fines de semana concurríamos a una tienda cercana a la casa de mis suegros en busca de refrescos. Allí entre cerveza y cerveza escuchábamos los golpes del tambor romántico del Gran Carlín y los relatos de su histórica presentación por televisión en Bogotá.
En esa tienda el mostrador era de madera y la parte superior la formaban dos tablones de color indefinido, por el tiempo y por el uso. Fijada en un extremo estaba la guillotina para cortar panela y en el otro, para las cocadas, las conservas, las cucas y los pudines, una vitrina en madera con las patas sembradas en tapas de betún Chinola, llenas de petróleo para impedir el acceso a las marianitas. No faltaban las hojas de papel atrapamoscas repletas de los pequeños alados agonizantes. Los estantes de madera exhibían un escaso surtido, y, dándose balancín en una mecedora, con un abanico de paja en la mano derecha, el dueño o dependiente daba por respuesta a los ocasionales compradores del mediodía un perezoso “No hay”, con tal de no levantarse. En las noches, una luz mortecina emanaba de un bombillo sucio, pendiente de un alambre verde ennegrecido por la caca de moscas, iluminaba el negocio.
Familias santandereanas llegaron a Ciénaga para establecerse al tiempo que rescataron y modernizaron el comercio. A partir de entonces las tiendas lucen iluminadas por luz fluorescente, con grandes vitrinas refrigeradoras y mostradores de metal cromado y vidrio, y los estantes repletos de víveres y ranchos muestran una concepción deferente de la actividad comercial.
Algunos de estos negocios atendidos por gentes de Santander, prosperaron notablemente y con buenos rendimientos, precisamente y como paradoja, en los mismos sitios donde antes habían fracasado varios intentos hechos por cienagueros.