De paseo por el camellón y la playa

Salimos a las siete de la mañana en punto, no podía ser de otra forma, la orden era: “Todos listos que salimos a las siete para la playa…”, había dicho la tía.  Ninguno quería correr el riesgo de quedarse sin el baño de mar y retozar un rato sobre la arena, y menos yo que iba por primera vez.

Tendría entonces entre cinco y seis años. Ya había visto el mar, pero de pasada, desde el malecón. Esta vez tenía oportunidad de tocar la arena, de  mojarme y sentir el sabor del agua salada. Iba a conocer el mar. Vestía una bata de baño en tela de toalla amarilla. Parecería un miniboxeador antes de subir a ring. Hicimos el recorrido desde la casa hasta la playa de a pie, seis cuadras no es que hagan mucha distancia; además no había otra forma de hacerlo, y los taxis había que ir a buscarlos a la plaza que era tanto como la mitad del recorrido.

Cuando llegamos al camellón, de la emoción me abrí la bata para quitármela, pero la tía no me permitió despojarme de ella hasta que estuviéramos instalados. Caminé el resto del trayecto con la bata abierta, y cuando ya estuvimos instalados me percate de que había perdido el cinturón.

Nos ubicamos cerca de los bañitos de Jorge Díaz granados. Él se acercó a saludar a la tía, eran parientes, y conversaron un rato mientras nosotros contemplábamos la quietud del mar que, según nos dijeron, hasta el día anterior había estado con olas encrespadas, de mar de leva.

Los bañitos de jorge eran unas casetas como cajones verticales largos, hechos en madera, sobre una plataforma también en madera soportada por estacas como los palafitos. Allí entraban las personas a cambiarse de ropa para vestir el traje de baño; se desvestían para vestirse de bañistas, y cuando ya se iban hacían lo inverso: se desvestían del traje de baño para vestirse con la ropa común y corriente. Por eso además de bañitos, que en verdad nadie se bañaba ahí, salvo en un sitio aparte con totumadas de agua dulce para retirar la salada, eran llamados desvestideros.

A una distancia considerable estaba el trampolín, en dirección al hoy parque de Bolívar, hasta allí llegaban los bañistas que se atrevían para saltar de la rampa haciendo clavados y volteretas en el aire antes de caer al agua. Otro reto interesante y que se mantuvo por mucho tiempo era el de llegar hasta la boya, a mayor distancia que el trampolín.

Mientras chapoteábamos agua, en un baño más de arena que de mar, terminaban de sacar un chinchorro. Hasta allí nos acercamos. En el fondo del red no había más que algunas mariposas marinas, lama y dos o tres sardinitas aún coleteando. Los pescadores, en silencio, terminaron de recoger las redes, las subieron al bote y  tomaron rumbo hacia taganguilla; eso nos dijo un anciano al que  le habíamos preguntamos que ahora para dónde se iban.

Habíamos llegado por la calle de la cruz (12) y al doblar por la avenida del Fundador, nos detuvimos en el parque de Santander, entre las calles San Francisco (13) y de la cárcel (14). La estatua de Francisco de Paula Santander, de pie, con un pergamino de leyes en la mano, estaba sobre un alto pedestal, de frente al mar. Cerca, pero de espaldas al mar, estaba la estatua de Rodrigo de Bastidas.

El parque de Santander tenía cuatro cañones, uno en cada esquina, sobre bases en cemento a la manera de cureñas, en cada una había además una esfera metálica o bala. Las callejuelas, bordeadas por crotos verdes y amarillas, convergían en un cuadrante en la base del pedestal de la estatua. Años después este parque fue destruido y la estatua de Santander trasladada al parque de los novios frente al Tribunal Superior. En ese terreno está hoy el edificio del banco de la República.

En la otra cuadra, cruzando la calle, estaba la vieja edificación que ocupaba toda la manzana donde se guarnecía el batallón Córdova nº 5. Sus soldados con uniforme de caqui, al compás de tambores y clarines, marchaban al caer la tarde para rendir honores y arriar el pabellón nacional.

Por las tardes caminábamos sobre el pavimento de cemento del camellón o nos sentábamos en los escaños de granito amarillo para saborear un raspao o una paleta, era inevitable que las camisas resultaran manchadas. Sobre las cinco de la tarde pitaba la locomotora, era el tren que tomaba el ramal que se extendía hasta la calle de la Cruz. Allí terminaba la carrilera con una viga enterrada hasta la mitad para evitar el descarrilamiento; con esta operación el tren cambiaba el sentido de su marcha.

Contiguo al camellón, de la línea de calle de la Cruz hasta la aduana, al norte, se extendía una zona adoquinada con ladrillos, con bancas en madera sobre base metálica y  muchos árboles de trupillo. Desde el atardecer era el espacio preferido de los amantes.

Bajarnos por un instante del tren de la vida

Hay momentos en que afloran, cuando menos lo esperamos, recuerdos de hechos  que hacen parte de nuestra historia personal, compartidos o vividos simultáneamente con otras personas: parientes o amigos. Nos damos, entonces, un largo para repasarlos y recrearnos en ellos, casi tanto como deleitarnos en revivirlos. Es, pues, inevitable que lo triste y lo alegre se fundan en un solo suspiro. Podríamos pasar largas horas de vigilia nocturna en ese ejercicio y hasta de pronto nos surjan ganas de retroceder en el tiempo para repetirlos.

Como en una vieja película, pasan amigos y amigas que el tiempo y la distancia se tragó y no volvimos a verlos, como bien lo dice un viejo amigo ya casi viejo: “A veces la vida nos aparta, nos arrincona, nos obliga a vivir de otra manera distinta a la que hubiésemos querido de haber podido,…”

Es posible que nos mueva la idea de un reencuentro, de cruzarnos en abrazos con todo ese pasado humano y brindar por la vida. Pero por infortunio el tiempo recorrido y la vida llevada por cada cual impide que ese encuentro se traduzca en un revivir del ayer y quede limitado a unas sonrisas, hasta carcajadas, y unos fuertes y hasta sonados abrazos. Comentarios de lo que fue, hicimos y lo que somos. Pero ya nada volverá a ser del mismo color ni de la misma temperatura del ayer, y si no estamos firmes nos tambalea  irremediablemente la nostalgia.

Eso pasa con los amigos y amigas de anteriores etapas de nuestra vida, y tratándose de aquellas novias, de aquellos viejos amores, sí que resulta frustrante. En previa cita telefónica se arregla el encuentro, llegamos conservando aún viva la imagen de aquella niña de dieciséis, esbelta, delgada (o gruesa, nalgona y cachetoncita), de cabellos largos y sonrisa de encanto hasta cuando ¡PLASH! la realidad cruda nos da en la cara. Es probable que a ellas les ocurra lo mismo, aunque también lo es que ellas anden más aterrizadas.

El pasado ha de ocupar el justo lugar que el tiempo y la vida le han ido asignando, y ha de mantenerse allá en la trastienda. Válido recrearlo como crónica o relato literario, aunque es difícil que no genere suspiros de nostalgia, pero nada de hacer viajes para volver a esos viejos lugares antes frecuentados pretendiendo ver visiones o encontrar ecos del pasado.

La vida se desarrolla siempre hacia adelante a partir de instante que llega. Jamás podremos sentirnos cansados de avanzar como para hacer un alto y pretender aliviar el peso de la carga de los muchos años que llevamos encima, librándonos de algunos; es decir, pretender  revivir el pasado; la vida es un debut sin ensayo previo.

Podemos tomarnos ese tinto con el amigo del que sin ruptura o razón nos fuimos separando sólo por seguir el sendero de cada cual en desarrollo de su propia vida. Hacer de ese encuentro casual un acontecimiento, y con la madurez que han dado los años dejar que el entorno se mueva al ritmo que quiera, mientras nosotros recordamos aquel viejo poema que tanto nos tocó de jóvenes o las chicas con las que cruzábamos miradas sin precisar de que lado estaba la timidez.

Vivimos día a día en el asombro de amanecer vivos. Sabemos perfectamente que de la vida no sabemos el cuándo de su fin, como bien dice mi amigo y hermano: “Ella para cuando le da la gana. Nosotros, rebeldes, también tenemos derecho a bajarnos del tren de la vida por momentos, para compartir esos sentimientos de amistad y de nostalgia”.

chapalear agua de fango de los charcos

Bajarnos, entonces, en aquella calle sin pavimento a patear pelota de trapo con los demás pelaos de la cuadra o chapalear agua de fango de los charcos que cubrían hasta una cuadra, correteando detrás de las muchas mariposas de colores de vuelo rasante. Para después, sudados y todos llenos de barro, sentarnos sobre el andén a contemplar el arco iris e imaginar qué tan cierta será la existencia de un balde lleno de monedas de oro al comienzo o al final de éste, allá detrás de los cerros. Pero, de pronto, suena el pito del tren y debemos subirnos, porque la vida sigue avanzando en su mismo sentido.

...de pronto, suena el pito del tren y debemos subirnos

Tinto con coca-cola

Caía ya la tarde. El frío atesaba y quemaba con fuerza el pabellón de las orejas, y la nariz se humedecía hasta gotear. Como cumpliendo un ritual, atravesamos por el atrio de la iglesia y llegamos al Cream Santa Teresita.

Esa tarde agregó un elemento a los del habitual consumo de café. José Luís pidió una coca-cola, porque había escuchado que Cortazar tomaba por las tardes, en los días de mucho frío, tinco con coca-cola. Que sean dos, por favor. Y de verdad que la combinación, además de agradable, tiene un no sé qué de misticismo que se percibía en la charla.

Al poco tiempo llegaron los demás. Los cinco, todos, probamos la nueva mezcla, entonada con el humeante olor de cigarrillos Pielroja. Corría entonces el año de 1968 y nadie molestaba porque el de al lado estuviese fumando. Además de la densidad climática del ambiente, el humo acumulado de los cigarrillos daba a esos lugares un aspecto lúgubre y bohemio.

Era el comienzo de mi periplo universitario en Bogotá. Compartía yo habitación con Oscar y Ricardo Alarcón Núñez, en la calle 45ª con carrera 19, en casa de Margoth Valdeblánquez de Diazgranados, madre de José Luís. En la casa de al lado vivían Aurora y Mercedes, hijas también del coronel José María Valdeblánquez. Altagracia, otra hermana, vivía aparte con su hijo Pepe Stévenson.

En el segundo piso, al final de un pasillo con un largo barandal, estaba la habitación de Manuelito. En su interior se respiraba aroma a física cuántica y a números volátiles enredados con ecuaciones y radicales. Manuelito, hermano mayor de José Luís y en esa época Novio de María Angélica.

En esa barandilla, con la cabeza recostada a la pared de la alcoba de Manuelito, me posó Felipe, el hermano menor, para que le tomara una fotografía. Fue un primer plano de rostro de perfil, con iluminación lateral trasera, que produjo un estupendo claroscuro. Al momento de obturar una mosca se le posó sobre la punta nariz. Se comentó el hecho y se exhibió la fotografía con mucho entusiasmo por el simpático detalle de la inoportuna mosca, pero ahora caigo en la cuenta de que esa era una mosca premonitoria. Felipe murió demasiado joven.

Diagonal a la habitación que compartía con los hermanos Alarcón Núñez, y frente al comienzo del barandal, estaba la de José Luís. Ese cuarto olía a tinto recalentado, a cigarrillo Pielroja refumado y a colillas destripadas en el cenicero, lleno de libros y papeles algarete. Allí trabajaba José Luís durante toda la noche chuzando una maquina de escribir de no sé que marca. Como uno de los personajes del Siglo de las luces, de Alejo Carpentier, trabajaba de noche y dormía luego hasta mediodía.

De ese laberinto habitacional en el que José Luís se enfrentaba con todas las musas, y espantaba los fantasmas con el golpeteo de las teclas brotó, precisamente ese mismo año de 1968, ese profundo poema que tituló Laberinto, del cual recibí copia calientita de manos del poeta.

Alguna tardes de sol cambiábamos la rutina, no íbamos al Cream de Santa Teresita, sino que de a pié o en buseta ejecutiva llegábamos hasta el Chicó a la librería La lechuza, allí compartíamos un tinto con Luís Fayad, que para esa época publicaba su primer libro “los sonidos del fuego”, con fotografía del autor tomada por mi.

Regresé a Santa Marta y desde entonces a José Luís le fue creciendo la barba y con el tiempo le aparecieron mechones de pelo blancos, igual que a mi, y con excepción de dos encuentros ocasionales y de afán no hemos vuelto a compartir un tinto con coca-cola.

 

Cuando la vida vale mucho menos que un celular

Toda la ciudadanía  ha quedado consternada por el vil asesinato de Lina del Rosario Payares Sanjuanelo, el 4 fe febrero pasado.

Me refiero a que en este país, consagrado a la todas las vírgenes y a todos los santos, la vida humana vale mucho menos que un teléfono celular de los más sencillos. Una amiga me mostró, hace algunos días, el mensaje que le envió su hija al llegar a Nueva York, donde reside; decía: “Mami, llegué bien. Ya puedo hacer uso del celular en la calle sin temor alguno. Besos…”.

Desde hace mucho tiempo en Santa Marta los estudiantes, las secretarias y las personas en general vienen siendo azotadas por las parejas de atracadores de la moto. Varias de las victimas han sido arrastradas sobre metros de pavimento por mantenerse aferradas al bolso. En algunos barrios se ha hecho la constante del día. Como es la constante del día, también, el obituario que nutre los tabloides de la sangre, de circulación matinal, algo así como alimento para el alma, bien temprano.

“La Administración Distrital y Policía Nacional refuerzan mecanismos de seguridad para combatir delincuencia en la ciudad”. Eso me parece haberlo leído y escuchado en repetidas ocasiones anteriores.

“Preocupados por el hecho ocurrido con la joven universitaria, …el alcalde Juan Pablo Díaz Granados y el comandante de la Policía del Magdalena César Granados Abaunza, se reunieron en la tarde del sábado con un grupo de habitantes del barrio El Porvenir y sus alrededores, con el propósito de implementar mecanismos para reforzar la seguridad en el sector”. Por lo pronto ya empezaron con ese barrio, y la prensa les dio cartel; ahora les falta hacer las mismas reuniones con el resto de barrios de la ciudad. Porque el asunto no es, no puede ser, sólo con la calentura del dolor y en lugar de los últimos hechos.

Como siempre no han faltado los que fácilmente encuentran la causa determinante en la superficie. Las motos, ya lo dijeron una vez más, son las culpables; igual que el sofá de aquel cornudo, que para evitarse los cachos de la mujer, arrojo el mueble de los encuentros amatorios por la ventana.

Lo que sucede en la ciudad es, en parte, el coletazo de los hechos que han caracterizado la vida nacional en los últimos lustros y cuya influencia en todos los sectores ya ha sido ampliamente debatida y comentada, afirmada y desmentida.

De otra, es la cara oculta de la nueva Santa Marta. La parte que le toca al pueblo del auge turístico, de la Marina Internacional, del Centro histórico adoquinado, de los restaurantes y bares de extranjeros, en fin de la Santa Marta que usted quería. De la cual no escapan ni los barrios de estrato seis que ya hasta comparten también con los barrios del norte la inmundicia de las aguas negras y los barriales.

Sí, Esa misma Santa Marta que se ha quedado sin playas y que cada día se va tiñendo más de negro, tanto por la contaminación del polvillo del carbón en su manipulación y embarque portuario como por el luto creciente de su gente.

Sí, la vida vale mucho menos que un teléfono celular de los más sencillos, y no sólo aquí sino en toda esta nación de remiendos e historias inventadas, de engaños y simulacros. De indiferencia, ineficiencia e ineficacia. Donde la corrupción campea de extremo a extremo. Con una justicia de remiendos que, según comentan por las esquinas, los delincuentes ya saben que por mucho son cuatro meses los que han de pagar por un muerto, si es que los atrapan. Donde las recompensas se tiran a la tiña con la certeza de que no habrá quien las cobre.

No es sólo un asunto de estudiantes adoloridos por la muerte de la compañera Lina del Rosario, es un asunto que compete a todos, pues ya se ha convertido en un asunto de la vida y su preservación, ante el permanente acecho criminal de bárbaros a quienes la misma sociedad les ha quebrado la dignidad.

 

 

 

Eran otros los que pescaban

Cuando la puerta del cobertizo, pintado de color rojo muerto,  estaba sin candado, entrábamos sin problema alguno. Ahí estaba “La Diva”, un yate grande, de lujo, aviado para surcar las olas en faenas de pesca de arrastre.

Desde la ronda interior del cobertizo se apreciaba un mar sereno con una transparencia de cristal que permitía ver el fondo. Los peces con piyamas rayadas de amarillo, negro y blanco se movían uno detrás del otro como en un desfile de carnaval, de pronto aparecían los colorados, ariscos y de movimientos bruscos e inesperados, como bailarines de un ballet  ruso, o la serenidad solemne de un pez lora, teñido de verdes azulosos y amarillos diluidos, con cara de contrariedad, o la majestuosidad solitaria de un pez sapo como un capuchino resignado, y una que otra estrella de mar extraviada de sus profundidades.

El barrio Ancón estaba allá, del otro lado de la carretera, pegado a las Abras de Santa Ana. Allí estaban las casas donde vivían algunos compañeros de colegio: los Deluque, los Ponzón, los Chacín. También la Virgen del Carmen, en casa de los Arango en espera del próximo 17 de julio para otra procesión en lancha hasta la bahía. Celebración que ha continuado a cargo de los ex-trabajadores portuarios después de desaparecer este pintoresco barrio, en la consolidación de nuestra “indeclinable vocación turística”.

Estaban, también, los restaurantes Subi, Franca y Pargo rojo, que nunca visité, pero sí oí decir que en alguno se esos concluían, con una posta de sierra, un pargo frito o una cazuela de mariscos, muchos de los temas de las tertulias iniciadas en el almacén Iris.

Nosotros estábamos acá, en el muelle de cabotaje, el romántico muellecito de madera, donde pasábamos horas esperando el favor de un caritativo pez que picara, pero todos, como en común acuerdo, despreciaban la apetitosa carnada que les ofrecíamos y continuaban nadando, indiferentes, moviendo sus colas en un acto de provocación burlesca. Debíamos, entonces, resignarnos con ver cómo otros, desde otros lugares, jalaban uno tras otro los esquivos peces.

Cuando la luz solar empezaba a tornarse amarilla, sabíamos que era hora de regresar.

En una ocasión, cuando veníamos de regreso, al entrar en el muelle bananero (todavía usaban las viejas bandas transportadoras negras de empujar a pulso: las poleas), vimos una aglomeración de curiosos. Nos acercamos y allí estaba el señor Roberto Salas, un ebanista que vivió mucho tiempo en la calle de la Cruz entre 5ª y 6ª, a quien daba por muerto hasta hace unos días que lo encontré en la calle caminando vigoroso y hasta rejuvenecido, tenía al lado, en el piso, un mero de más de metro y medio de largo y anchote, con caracoles y algas adheridas a la piel de color pardo rojizo, que azotaba la cola contra el pavimento, y abría y cerraba la bocota en un desespero final. Lo había capturado desde  ahí, después de una larga lucha en la que el señor Roberto había demostrado ser, además de un buen artesano de la madera, un diestro en el arte de la pesca con cordel.

Salíamos del puerto por la puerta principal, cruzábamos la calzada y llegábamos al “Crocodile store” a saludar al “viejo” Fuentes. El señor Lorenzo Fuentes tenía allí un quiosco donde vendía en exclusiva cocodrilos de todos los tamaños rellenos de aserrín y variados artículos hechos con el cuero natural, que enloquecían a los gringos y cachacos que lo visitaban.

Ese día, o cualquiera otro, bordeando la valla que limita la zona del puerto, llegamos al muelle frente al edificio del Resguardo. Había una ancha franja de libre acceso al público y por las tardes, en la temporada de “cosecha”, se formaba en el borde una larga hilera de señores y muchachos pescando ojo gordo.

Entre todos éstos se distinguía un joven que tiraba y jalaba, tiraba y jalaba el cordel como un mecanismo automático de reloj. En cada jalada venía un ojo gordo pegado del anzuelo. Lo liberaba  e introducía en una bolsa de plástico transparente en la que aleteaban las capturas anteriores.

Era Manuel Fontanilla Roldán, quien llegaba de último con unos cuantos metros de cordel y camarón crudo como carnada. Era también el primero en irse, pues pronto, ante la mirada atónita de los demás, llenaba la bolsa con más de cincuenta pescados.

Manuel, satisfecho con su pesca, repartía entre sus ocasionales compañeros el resto de camarón crudo, ajustaba la bolsa en la parrilla, y silbando el último bolero de temporada se iba  pedaleando en una bicicleta  Raleigh.