Los pelaos de la cuadra, descamisados y descalzos, corrían detrás de una bola de trapo hecha con una media vieja rellena de retazos de tela; formaban dos equipos y a patadas trataban de pasar la pelota entre dos piedras o pedazos de ladrillo a manera de portería, una a cada extremo de la cancha en plena vía pública. Una masa humana de ocho a diez muchachos que sólo se distinguían por la dirección de los esfuerzos en conducir la bola al extremo contrario. Rafael no jugaba, permanecía en la acera sentado sobre el bordillo; expectante movía la cabeza, con los ojos bien abiertos y la mirada fija en la pelota, en el sentido en que avanzaban los jugadores. ¡Entra Rafa, juega con nosotros! Ni se te ocurra ponerte a patear pelota en la mitad de la calle con esos pelaos, buscando que los atropelle un carro, no mamá yo no juego, sólo los veo. Ya te lo dije… qué espectáculo el de esos niños sin camisa y a pie descalzo, con tanto vidrio que hay por ahí. Aleteaba los brazos al aire, los ojos le brillaban y, con movimientos torpes, saltaba emocionado cuando la pelota estaba cerca de pasar por la portería. ¡Rafa, entra que vamos ganando! No sé cómo la policía permite que esos pelaos jueguen en la mitad de la calle… y los papás… ¿es que no se dan cuenta?
Aurora llegó en agosto con su hijo Rafael. Venían de Soledad, en el Atlántico, y se hospedaron en casa de un hermano de ella, quien le ofreció apoyo cuando supo de la resolución de ésta de separarse del marido por la insoportable relación de pareja que vivía. Una mujer menuda con cara de niña vieja, de cabellos amarillentos rayados de blanquecino, ojos entre grises y verdes, saltones y emotivos. En las fotos de juventud lucía como una muñequita de porcelana, decían las amigas que veían el álbum familiar. Rafael tuvo el nacimiento de un niño normal, talla y peso según los cánones médicos y excelente condición de salud. Pero la alegría que trajo Rafael a sus padres se fue diluyendo en el excesivo celo de Aurora: lo abrigaba como un esquimal, no permitía la proximidad del padre porque sus humores podían afectarlo, a las visitas les advertía que no lo alzaran y menos aún fueran a besarlo; lo bañaba con agua de manzanilla tibia dos y tres veces al día y nunca lo alimentó con leche materna, no por cuidar su silueta de mujer sino porque consideraba que eso de que el niño se pegara de un pedazo de carne humana, por muy limpia que estuviera, no podía ser sano para un recién nacido. Cuando en una ocasión se atragantó con un tetero, ella diagnosticó por su cuenta que el niño padecía de asma; desde entonces, atendiendo a las amigas, a las vecinas o a cualquier persona a quien contaba su tragedia con ese mal demoníaco que afecta a mi Rafaelito, empezó a embutirle cuanto bebedizo le recomendaban: jarabe de calabazo con eucalipto, tomas de aceite de bacalao con rábano, y por las noches lo embadurnaba de emplastos de ajo, cebolla y aceite de tiburón. La habitación de Rafael fue perdiendo la fragancia de talco y loción de bebé y se fue impregnando del penetrante y fastidioso olor de los curativos, los cuales, según decir de Aurora, habían desterrado los ataques de asma, pero no los suspendería por temor a que reaparecieran.
Rafael llegó con algo más de diez años; vestía pantalón corto, zapatos blancos de lona y medias altas que resaltaban, como nudos en una cuerda, las rodillas, camisa blanca con cuello y corbata de marinero orlados con cinta azul. Delgado, pálido, frágil, su apariencia revelaba un niño de escasos siete años. Los domingos y días de fiesta se engalanaba con su vestido de marinero, se ve tan hermoso mi Rafaelito con ese vestido. Iban, él y su madre, a misa de once en la iglesia de San Francisco, Rafaelito pon atención al padre, deja de hurgarte la nariz y estar viendo para otra parte… pareces bobo. Rafael, boquiabierto, enlelado, mantenía la vista en el Jesús Nazareno negro, que pongas atención te he dicho, y le pellizcaba el brazo. Rafael cerraba la boca y miraba para el púlpito de madera tallada desde donde el cura decía su sermón, pero sus ojos daban la impresión de estar llorando para adentro. A la salida de misa, con el sonar de las campanillas afloraba el deseo de comer paletas y helados que vendían en los carritos blancos… ya lo sé, no puedo pedir helado porque me mancho la camisa.
Jadeante de emoción saltaba al llegar a la cuadra. Los pelaos pateaban bola de trapo ¡Hola Rafa… uy, que pinta tan chévere… ven, acompáñanos! Rafael, con la cabeza vuelta hacia atrás, dejaba la mirada en la pelota mientras avanzaba jalonado por Aurora que lo asía con firmeza del brazo. Ya lo sé, no puedo ir porque me sudo y se me ensucia la ropa. Llegaron a casa y mientras Aurora abría la puerta Rafael le preguntó el porqué no lo dejaba jugar con los muchachos, mijo porque tú estás muy débil para eso, pero mami los pelaos dicen que yo estoy flaco y débil porque no hago ejercicio ni juego ni corro. Aurora puso cara de contrariedad. Con una mano en la cintura y con la otra blandiendo la sombrilla hacia donde estaban jugando, bueno y qué se han creído los pelaos esos… por qué tienen que decir que mi hijo es débil y flaco, entrometidos… qué es lo que pretenden que a mi muchachito le dé una insolación por jugar sin camisa bajo ese sol o se corte un pie con un culo de botella de tantos que hay por ahí… atrevidos… vagos… que parece que no tuvieran pa’e ni ma’e que se preocupara por ellos… ojalá llegue la policía y los meta al calabozo a pan y agua para que aprendan… insolentes… irrespetuosos… yo si soy una madre que cuida a su hijo y no es verdad que voy a permitir que se exponga en la mitad de la calle… no señor, ni más faltaba… y tú, deja de estar mirando para allá con esa cara de bobo… y entra, carajo, que estás sudando el vestido nuevo.
Rafael no pasó del primer día en la escuela, Aurora no lo dejó volver. Todas las mañanas a primera hora, bañado y vestido, y perfumado de colonia para disimular el tufillo de los emplastos nocturnos, al frescor del patio, recibía de una sabia y paciente instructora clases de aritmética y lenguaje: dos más dos… tres señorita, cuatro Rafael, cuatro… si tienes dos mangos y te regalan dos mangos más, cuántos mangos tienes… señorita y en vez de mangos no pueden ser bolas. La instructora, santa mujer, logró combinar las clases con el juego y Rafael aprendió a leer y escribir bien, aritmética, tanto por ciento y regla de tres compuesta; también damas, parqués y dama china, y fundamentos de religión con oraciones y dogmas de fe. A las diez de la mañana, después de un refresco y mientras Aurora hacía cosas allá adentro, Rafael despedía a la profesora en la puerta, hasta mañana señorita y, dejando la puerta medio ajustada para no hacer ruido, se iba corriendo y saltando, ya sabemos cómo, hasta donde los muchachos jugaban fútbol. Otros días jugaban chequitas, una especie de béisbol que en vez de bola el pitcher lanza tapas de botellas de cerveza o gaseosa y el bateador les pega, cuando puede, con un palo de escoba recortado en lugar de bate; el home es un triángulo dibujado en el piso, dividido en tres secciones que indican los straights según donde caiga la checa. Rafael de todas maneras no jugaba, pero los muchachos se animaban con su presencia y, no obstante su permanente olor a emplasto curativo, era acogido con cariño y participaba, en los ratos fugaces que Aurora permitía, de las reuniones de cuentos y aventuras que hacían los pelaos en la esquina cuando no jugaban.
La cancha se inundaba cuando llovía. Se formaban charcos a todo lo ancho y largo de la calle, los pelaos jugaban entonces; unos, con barquitos de papel o labrados en madera con mástil y vela, y otros, chapoteando en el charco corrían tras las mariposas amarillas y blancas que volaban zigzagueantes sobre la superficie del agua. Rafael desde la acera festejaba a saltos y gritos el hundimiento de un barquito o la caída de una mariposa. Aurora, como siempre, aparecía a tiempo para detener el impulso liberador de Rafael de meterse a chapotear, qué ocurrencia, para que después me toque a mí despercudir esa ropa sucia de fango… y buscando que por la noche te dé fiebre y tos… carajo, no puedo descuidarme contigo… echa ya, para la casa.
Quince años se cumplían en la existencia de Rafael; más que una vida era un cúmulo de represiones, de nones permanentes a los que fue adaptando el discurrir de sus días. Sus pies jamás sintieron la tibieza de la arena de mar, el que contempló desde una banca en el malecón en ocasiones perdidas, cuando vestido de marinero fue con su tío a ver el atardecer. El sexo, sólo por mencionarlo, para él no fue más que una escasa y fugaz fantasía en la soledad onírica que auto reprimió temprano. El día del cumpleaños su rostro de impúber marchito se veía alegre, los pelaos de la cuadra pudieron visitarlo y compartió con ellos refresco de cola y pudín. Era un pudín grande, rectangular, decorado con ralladura de coco teñida de verde como grama, una portería de fútbol con su arquero y un baloncito de plástico colocado en el punto de pena máxima. Cómo quedó de bien mi Rafaelito en esa foto con su camisa de puños y la corbata roja de rayas blancas y azules que le prestó mi hermano, qué elegante se ve en medio de sus amigos alrededor del pudín, su pudín de fútbol que tanto le gusta. Lo que Aurora no observó en la foto, donde se hacía más que evidente ni quiso notar en la realidad, era la deformación cada vez más pronunciada del cuerpo de Rafael. Su hermano le había dicho ya su deseo de que a Rafael lo viera un médico porque notaba que se le está doblando la espalda y cayéndosele los hombros, tú en eso no te metas… me haces el favor. Sin embargo, pese a la obstinación de Aurora, la figura de Rafael cambiaba día a día y su andar había tornado en apariencia simiesca. En los quince años de existencia, Rafael, a excepción del supuesto asma que por su cuenta diagnosticó Aurora y el tratamiento de emplastos y bebedizos a que lo mantenía sometido, mantuvo buena salud; pero ahora su cuerpo era afectado por una deformación originada en la columna vertebral que le encorvaba la espalda y desgonzaba los hombros. No pudiendo evitar más lo que era inocultable, Aurora aceptó llevar a su hijo al médico. Los ortopedistas de Santa Marta no quisieron responsabilizarse del caso y lo remitieron a Bogotá donde, según ellos, había mejores recursos y posibilidades.
Oiga, ñia, mañana traen a Rafa, eche qué va, si apenas hace cuatro días que se lo llevaron, en serio cuadro, me lo dijo la vieja de la tienda. Los muchachos de la cuadra no asistieron ese día a clases, uno a uno fueron llegando, se sentaron en el bordillo del anden frente a la casa ¡Ahí viene… ahí viene! el taxi no se detuvo ¡uuuh, sapo… loco! Cuando llegaron, el tío fue el primero en bajar. Los muchachos se levantaron y trataron de aproximarse, pero la mirada de Aurora que ya se había bajado los aguantó. Con dificultad, ante la expectativa de los muchachos, salió Rafael del vehículo, superado el asombro ¡Hola Rafa, tranquilo que te vas a poner bien! Rafael dio medio giro sobre sus pies y sonrió para sus amigos. Estaba envuelto en vendas de yeso desde la cintura hasta la cabeza; parecía un astronauta. Con los hombros encaramados tenía los brazos descubiertos así como la cara y las orejas. Metido en esa escafandra de yeso el muchacho quedó con medio cuerpo inmovilizado. Por las mañanas, en los primeros días, Aurora lo aseaba hasta donde podía y lo sentaba en un mecedor frente al televisor que el tío había comprado recientemente al inaugurarse la televisión para la Costa. Rafael fijaba la vista en la pantalla que sólo emitía ruido y lluvia hasta cuando, en la tarde, sonaba un silbido monótono y continuo, y una imagen formada por una cruz en medio de cuadros y círculos concéntricos permanecía fija hasta la seis. Sonaba el himno nacional, en pantalla aparecía el escudo de Colombia y una voz de mujer anunciaba la programación; era entonces cuando entraba Aurora y trasladaba a su hijo a la cama, ya es tarde y tienes que descansar. Rafael nada decía. Su madre le daba las buenas noches y él, tras un profundo suspiro, cerraba los ojos. Al tiempo Rafael permanecía día y noche acostado boca arriba, sólo estiraba y recogía las piernas y su mirada se mantenía fija escudriñando los arabescos formados por la humedad en el cielorraso. No se quejaba, sólo suspiraba abriendo bien los ojos y moviendo las pupilas hacia arriba, clamando misericordia, tal vez.
Los muchachos de la cuadra llegaban a diario para indagar por su estado, mi hijo está mejorando yo le digo que ustedes vinieron, gracias, hasta luego. Con el paso de los días el ambiente del cuarto se fue tornando denso y un olor extraño, diferente al de los medicamentos, un olor acre, fue sintiéndose cada vez más fuerte. Moscas verdes empezaron a fastidiarle la cara y él mandaba manotazos y fueron llegando más y Aurora agitaba una toalla para ahuyentarlas. El olor agrio, fétido, se hizo insoportable y las moscas, domésticas y verdes, invadían la habitación. Sellaron la ventana con mallas diminutas, y las moscas se represaban contra ésta produciendo zumbidos imposibles. A instancias de su hermano Aurora aceptó, quítenle, por Dios, esa armadura de yeso que mi hijo se está pudriendo. Abierta en cuatro partes fue retirada la mortaja, ni Aurora, su madre, pudo contener el gesto de repugnancia que le produjo la tufarada y lo que veía en el cuerpo de su hijo, con la mano ahogó un grito de horror. El tío se agarro la cabeza como tratando de arrancarse el cuero cabelludo, apretó los labios, y con lágrimas en los ojos exclamó: ¡Malditos, nojoda… gusanos de mierda!
Agosto 2003