Himera, échame un cuento

De piernas entrecruzadas, Himera se echaba al piso, recostada a la pared junto a la puerta de hierro que da al patio. Su falda ancha azul de prusia, humedecida en el vientre por agua de jabón, grasa y desperdicios de comida, se extendía sobre sus piernas. Su aroma de mujer no era otro que el del queso rancio y la grasa requemada. Frente a ella, en la otra pared, sentado también de piernas cruzadas sobre el piso de baldosas verdes y blancas, él esperaba ansioso. Su pelo cobrizo y rizado hace marco a su rostro redondo con sonrisa de ángel pecador y ojos de gata en celo. Himera, échame un cuento. Sonreía… érase una vez, el tío conejo salió a dar un paseo por el bosque, en un envoltorio atado a un palo de escoba llevaba su ropa… el tío conejo caminaba… camina camina camina… caminando va. Camina camina camina… caminando va. Nunca supe, o no recuerdo que supiera, hacia dónde caminaba el tío conejo. Nunca supe, tampoco, si llegó a algún sitio ni en qué terminó el cuento.

Foto0322Todas las tardes anaranjadas de aquella época de las primeras letras, después de un día de juegos inventados y antes del prolongado baño –otro espacio para juegos–, recurría al encuentro, sentado sobre el piso, recostado a la pared junto a la puerta que da al patio. Himera, échame un cuento. El tío conejo se repetía o era cambiado por el tío zorro, siempre camina camina camina… caminando va. Himera lo miró, esa tarde, con ojos de gata arrecha, las comisuras de sus labios tenían un ligero movimiento que hacía variar la expresión de su rostro: ora sonriente, ora seria, ora con un no sé qué, pero que le producía calofríos en el estómago. Quieres que te eche el cuento del gallo capón. Sí sí sí, échalo. Yo no he dicho sí sí sí, échalo, sino que si quieres que te eche el cuento del gallo capón. No dijiste que lo ibas a echar, échalo. Yo no dije no dijiste que lo ibas a echar, échalo, sino que si quieres que te eche el cuento del gallo capón. Se quedó pensativo. La miró a los ojos y sintió de nuevo calofríos en el estómago. No sé. Yo no he dicho no sé, sino que si quieres que te eche el cuento del gallo capón. Se levantó, se dirigió al patio, tomó un martillo y empezó a clavetear sobre los clavos ya clavados de un viejo cajón de madera: tap… tap… tap…. Se acercó e imitó sus movimientos, yo no he dicho tap.. tap… tap… sino que si quieres que te eche el cuento del gallo capón.

No la miro, esta vez. Apretó con fuerza el mango del martillo y lo alzó a la altura de sus hombros. Sus ojos de gata lujuriosa se abrieron casi redondos, cuidado, niño, que el Diablo empuja. La miró con ojos desorbitados, el martillo temblaba en su mano, lo bajó y arrojó a un lado para deshacerse de él. El martillo dio vueltas en el aire hasta chocar con un tubo galvanizado en el ángulo formado por la pared y el piso. Al golpe saltaron chispas, sintió, entonces, que la sangre se le bajaba a los pies, miró hacia el cielo: relámpagos y rayos amarillos, estrellas más amarillas aún, rutilantes, y una gran estrella roja con ribetes dorados abría y cerraba una especie de boca en su centro por la cual se veía un fondo tenebroso. Desgarró un grito indeterminado e interminable, gritó, derramando en el grito sus fuerzas: Quedó petrificado, pálido, sus manos temblaban, el cuerpo sudaba. Gritaba y gritaba más, y éste se fue convirtiendo en un grito mudo: ya no había voz pero persistía el grito. Tenía pánico. Himera lo abrazó, ya niño, no es nada, era sólo un juego. Qué fue. Qué le pasó, entró la tía, la tía de verdad que estaba de visita en la casa vecina. Qué pasó… por qué está gritando así. Ella extendió sus brazos y él la abrazó con fuerza. La cara del niño se estrelló entre las tetas de niña vieja de la tía, que se fueron moldeando debajo de la tela blanca con florecitas negras humedecida por las lágrimas.

Debía ser Economía Agrícola

Palabras pronunciadas en la Cena de Graduados, en la VII Semana de Economía y la Acreditación del Programa de Economía de la Universidad del Magdalena. Abril 26 de 2013

Había terminado satisfactoriamente el primer semestre, al cual ingresé con merito propio por un buen examen, empezando 1970. Con otros dos compañeros, destaqué en matemáticas. Como si estuviéramos sincronizados contestábamos las respuestas al unísono y cuando el profesor cometía algún error en el tablero, saltábamos en coro gritando: “Eso está malo”, Esto indignaba sobre manera al profesor, aunque en modo alguno pretendíamos molestarlo. Esos compañeros fueron Carlos Escobar De Andéis (Cayi) y José Alejandro Silva Bernier (que en la gloria esté). Por mi parte había ganado cierto liderazgo entre los compañeros y tenía un lugar en el Consejo Estudiantil, a cuyas reuniones sólo asistí una sola y única vez.

Comencé, pues, el segundo semestre ya en la nueva sede de la Universidad Tecnológica del Magdalena, en su sitio actual, en el sector de San Pedro Alejandrino. Era rector el doctor José Luis Bermúdez Cañizares. Me iniciaba también, por esos días, en unos amores tormentosos, con traga maluca. Iniciaba el segundo semestre de Estudios Generales y tenía como propósito seguir estudios de Ingeniería agronómica. Para ello debía terminar el semestre con un promedio superior a 350 en física, química, matemática y biología. Lo cual alcance sobradamente, pero no tuve en cuenta que además y como requisito básico debía aprobar el semestre con un promedio general por encima de 300. No obstante alcanzar 400 en Historia del Arte, 400 en Filosofía y hasta un 350 en ingles, me quedé con 000 en español y 000 en dibujo. De tal forma que al acercarme al Departamento de Admisiones para solicitar mi ingreso al tercer semestre de Ingeniería Agronómica, me dijeron que lamentaban informarme que mi segundo semestre había sido declarado reprobado por un promedio de 283. “Eso es absurdo. Es imposible. Es un engaño. A mí me dijeron que con un promedio superior a 350 en las exactas entraba a Ingeniería Agronómica”, vociferé manoteando. Algunos compañeros me respaldaron. Se hablo de la ley del arrastre, pero nada, nada hizo cambiar la determinación tomada por la evidencia de los números.

En años anteriores había desertado de economía en el Externado de Colombia, antes lo había hecho de la Escuela de Química Industrial, razón por la cual mi padre ya había sentenciado: “No más Bogotá”. De modo que si quería continuar estudiando debía hacerlo en Santa Marta. Así se hizo. En un local al lado de Admisiones y Registros estaban instalando una nueva oficina. Allí estaban reunidos Dairo Barrios, Alexis Roca, Fulvio Viñas y Fosión Cormane, eran ellos los pilares sobre los que se levantaría la nueva facultad de Economía Agrícola. Allí fui direccionado por el Jefe de Admisiones y Registro, Alberto Pérez Arias, el mono. En ese lugar estaba la posibilidad de continuar mis estudios en la Universidad Tecnológica del Magdalena, pero debía ser Economía Agrícola.

Me matricule en el primer semestre. Debo precisar que nunca estuve conforme con ese remoquete de “agrícola”. Simultáneamente, abrieron las matrículas para el tercer semestre de la misma facultad, que recibiría, entre otros, a los estudiantes que habiendo aprobado el segundo semestre de Estudios Generales habían obtenido un promedio inferior a 350 en las llamadas exactas. De tanto insistir, alcance unas opciones positivas: me reconocieron varias materias ya vistas y me permitieron cursar materias de tercer semestre. Aunque unos semestres adelante me aguantaron.

Empezaba, pues, el primer semestre de Economía Agrícola. Hay muchos docentes y compañeros cuyos nombres no recuerdo, pero lo que sí mantengo vívido en mi mente es la persona de cada uno, y hasta el apodo que les teníamos. Empezamos un grupo de diecinueve o veinte estudiantes. Hombres todos con una sola mujer en el grupo y con un nombre muy singular: Angela. Sin dudas, era un ángel sin alas entre un grupo de demonios: Angela Gutierrez.

Eramos los conejillos con los que se armaba la facultad de Economía Agrícola. Cursamos tantas matemáticas como los ingenieros de la Nasa, sea con nombre propio o con otro apelativo, pero matemática al fin. En lo agrícola vimos cuatro cultivos: café, banano, algodón y otro que no recuerdo. Todos los cursamos como repasando un manual y algunas salidas de campo terminaron en baños de rio por la Zona Bananera o de mar por los lados del Parque Tayrona. Algunos manteníamos la expectativa de la agronomía, tanto que vestíamos de jean y calzábamos botas media caña, aunque algunos otros lo hacían por un toque de fantasía guerrillerista. Al final de mis estudios estuvo en la decanatura Manuel Muñoz Polo. Entre los docentes, aparte de los ya mencionados y con excepción de los nombres que no recuerdo, estuvieron: los hermanos Mastrodoménico; Francisco Abella; Kemell George; Fabio Giraldo; David Tovar; Humberto Roldan; Roberto Mendoza; Avelino Morales… Fue la mejor experiencia de mi vida. Aprendí a hablar en público discurseando sobre una mesa, un pupitre, un huacal o en un atril, participe en debates políticos en el movimiento estudiantil y en tomas de rectoría: Aprendí muchas, muchas cosas que me han servido en la vida, menos Economía Agrícola.

Mi trabajo de grado tuvo sus contratiempos porque no acogí las recomendaciones del decano de ese entonces, pero con tesón y una eterna discusión con María Cristina Palacio, logré sacarlo adelante, y me gradué con la monografía: “La comunidad pesquera de Taganga y su articulación en la formación socioeconómica colombiana”, la cual fue calificada como “Meritoria”. Los contratiempos e inconvenientes para mi grado, y la superación de ellos, tuvieron sus consecuencias inmediatas en mi proyección profesional.

Cuando el cultivo del algodón estaba en su apogeo y los agrónomos se las ponían todas prestando la asistencia técnica, apareció una norma que supuestamente abriría espacio para el ejercicio profesional de los economistas agrícolas, las llamadas Unidades Técnicas. Estas estarían conformadas por un ingeniero agrónomo, un veterinario, un zootecnista y un economista agrícola, pero eso no fue más que flor de un día. Las universidades de Palmira y Bogotá ofrecieron enseguida cursos de especialización en economía agrícola para ingenieros agrónomos y veterinarios, lo cual cerró el espacio que abrían las unidades técnicas si es que en algún momento lo hubo.

Las promociones de economistas agrícolas empezaron a salir cada semestre, desde 1975, al mercado laboral. Muchos engancharon en la misma universidad como docentes que alternativamente ocupaban cargos directivos. Otros continuaron como profesores vinculados al magisterio, como conductores de taxis, como fotógrafos o vinculados con alguna empresa en cualquier cargo sin que fuera requisito la formación profesional. Algunos otros siguieron como políticos. En algunos casos fueron vinculados porque el cargo exigía formación profesional, mas no para desempeñarse como titular de economía agrícola sino como administradores, jefes de planeación, jefes de bodega, tesoreros, secretarios, etc. No conozco un solo egresado que haya sido nombrado por una empresa en un puesto cuyo perfil exigiera título de economista agrícola.

En cuanto a mi experiencia: habiendo terminado académicamente en diciembre de 1975, empecé a trabajar con la firma de almacenes de electrodomésticos J. Glottmann S. A. en Santa Marta en febrero de 1976, en el cargo de Control de Inventarios, luego pasé en 1977 a Cúcuta como Administrador de la peor sucursal de la empresa, en seis meses la lleve al 1er puesto y durante dos años la mantuve entre el 1º y 2º, luego fui promovido a Auditor Regional de la Costa atlántica con sede en Barranquilla, de ahí como Asistente del Auditor General, en Bogotá y por último aterrice en Cartagena como Gerente Administrativo. En 1984 me vinculé con Fotoflash Ltda. como gerente administrativo hasta 1992. Estuve de Tesorero en el Instituto Distrital de Transito y Transporte, Indistran, Vicerrector Administrativo y Financiero de la Universidad del Magdalena, en 1995 y primer semestre de 1996, dos veces encargado de la rectoría y después en la Contraloría Distrital como Asesor y Jefe de Examen de Cuentas. En la docencia estuve, recién egresado, un semestre en la facultad de agronomía de Unimag. dictando Economía. En la UCC, desde 1990 a 1994 como catedrático de Microeconomía y Desarrollo Económico. En la Corporación Unificada Nacional CUN, 1997-1998 en Economía, Microeconomía y Análisis Financiero.

El tiempo pasó, vientos renovadores pasaron por las universidades, se modificaron los programas y al fin eliminaron el remoquete de “agrícola” al programa de economía. Aunque, como lo advertí en el único congreso de economistas en que participé por allá en 1994: los economistas deben abrir los ojos y verificar la validez de esa profesión porque su aplicación cabal está cada vez restringida. En el mercado laboral cada día su posible campo de acción es ocupado por mercadotecnitas, planificadores, estadígrafos, expertos en comercio internacional, financistas que son ramas nacidas de la economía que han tomado autonomía como carreras.

No obstante, el programa de Economía de la Universidad del Magdalena se ha mantenido y mejorado cada día más en su estructura y dinámica académica e investigativa, lo que le ha valido para que el Ministerio de Educación Nacional le haya concedido la Acreditación de Alta Calidad por el término de seis años. Es un importante logro y reconocimiento para todo ese equipo de docentes que se han empeñado en ofrecer a la población estudiantil una facultad con verdadero peso especifico. De mi parte a todo el equipo del programa de Economía mis congratulaciones.

 

También cantan de noche

Siéntate viejo, siéntate, se dice en voz alta mientras avaza con pasos lentos, cadenciosos. Calza las babuchas, descoloridas ya, recibidas de regalo en el último cumpleaños que celebró con sus amigos bebiendo ron Centenario y oyendo canciones de Buitrago. Celebración que a la postre, además, quedó de despedida pues, como si se hubieran puesto de acuerdo en dejarlo solo, en menos de un año todos sus amigos fueron muriendo. Desde entonces, hace siete años, todas las tardes hace en mismo recorrido hasta la plaza para el encuentro con la nostalgia.

Acezoso, se apoya con la mano izquierda sobre el espaldar. Siéntate viejo, siéntate, repite y se deja caer sobre el escaño de granitos. Enciende un cigarrillo. Coufju… coufju… coufju… grrrj. Qué gripa ésta, carajo. Perdone, señor, pero eso no es gripa; es el cigarrillo. Y usted, desde cuándo está ahí. Primero que usted. ¡Huy!. Que pena, lo siento coufju… coufju… coufju… pero no lo vi. No se preocupe, señor, que entre dos compartimos la soledad.

Me llamo Sebastián, y como veFoto0324, paso los setenta y siete. Hace años vengo a esta plaza todas las tardes, menos en días pasados que cumplí años y mi mujer insistió en llevarme a misa, en acción de gracias. Aquí nos reuníamos un grupo de amigos coetáneos, nos hacíamos en aquella banca y conversábamos hasta entrada la noche. Sabe, hablábamos de todo: casi siempre de cosas pasadas porque el ahora da mucha tristeza; de verdad que esta ciudad lo ha tenido todo menos gente que la saque adelante… entonces para qué. Mire, si usted ve esos grupos en las esquinas y en las otras bancas: todos están hablando de lo que se debería hacer, de lo que no se hizo, de que se robaron tal plata de tal cosa, aparte del interminable cuento de la vida ajena: porque para comer prójimo nos falta tiempo. Uno de mis amigos, que Dios tenga a buen recaudo, decía que los de aquí tienen mucha energía para hacer cosas pero que en vez de ello la gastan toda hablando mierda.

A esta plaza le dieron un nombre insignificante, intrascendente. Fíjese que aquí no hay estatuas de Bolívar ni de Santander ni de virgen o santos; ni siquiera la fuente tiene el angelito desnudo en posición de bailarín, con el pipí al aire meándose el mundo. Esta plaza es un verdadero monumento a la libertad de conciencia y creo que el nombre que mejor le sale es “Plaza de la Libertad”. Que por qué: observe, mire.

Para nosotros, cuando me reunía con los amigos, se convirtió en un sitio de liberación, de distensión: aunque sea por un momento se abstrae uno de los deberías y de los tienes que. Porque eso sí que es una carga, una cruz que nos marca desde niños y nos persigue hasta la muerte. Tienes que levantarte temprano, tienes que ir a misa, tienes que hacer tal o cual cosa, y ni qué decir de los deberías. Nos encasillan. Todos quieren hacernos a su imagen y semejanza, y lo más jodido: se disgustan y resienten si no hacemos caso. Ni de viejos nos escapamos, ahí es cuando más… que para qué le cuento.

Vea Saúl, ese es su nombre ¿Cierto? Bueno, Saúl, lo que yo sí debería, porque es lo que más me gusta, es dormir. Pero que vaina jodida, no puedo. De la plaza camino hasta la casa, de paso tengo que comprar la leche y el pan; en casa tengo que sacar el perro, darle comida y asegurar puertas y ventanas; entre Dios te salves y Santa Marías alcanzo a conversar algo con la vieja, y me pongo (o será me coloco) el mocho y leo hasta las once más o menos. Duermo, si acaso, una hora.

Llevo meses soñando lo mismo. Verá: En un corredor largo y ancho, con piso de mosaico blanco y negro, bordeado por columnas y sin techo, un monje de hábito blanco se pasea de extremo a extremo, con paso sereno, solemne: como caminando en el aire. La luz es azulada. De pronto la luz se torna amarilla, luego rojiza; el ambiente es denso y caluroso. Aparece una mujer de vestido largo color verde tornasolado, de bocamangas anchas, con el pelo largo sin peinar y rostro desagradable, tétrico; se acerca al monje por la espalda y con una daga de hoja rutilante le corta el cuello. La sangre mana a borbollones sobre el pecho del monje, éste abre la boca pero no se oye el grito, lo que sí oigo es el canto fuerte de un ave, tan fuerte que despierto, y aun despierto lo sigo oyendo; busco en el patio y no veo pájaro alguno. Coufju… coufju… coufju… esa salida al patio es la que me mantiene con esta gripa, carajo.

Oiga, don Sebastián, yo de sueños la verdad es que nada sé, pero de lo que sí conozco y bastante es de pájaros. De acuerdo con la imitación que usted hace de ese pájaro, le puedo asegurar que es un ave de paso, tiene un hermoso plumaje blanco y debajo del pico, como un peto, se extiende una mancha roja. Se le conoce como degollado. Esos pájaros, don Sebastián, también cantan de noche.

 

Vivir sin ser

Los pelaos de la cuadra, descamisados y descalzos, corrían detrás de una bola de trapo hecha con una media vieja rellena de retazos de tela; formaban dos equipos y a patadas trataban de pasar la pelota entre dos piedras o pedazos de ladrillo a manera de portería, una a cada extremo de la cancha en plena vía pública. Una masa humana de ocho a diez muchachos que sólo se distinguían por la dirección de los esfuerzos en conducir la bola al extremo contrario. Rafael no jugaba, permanecía en la acera sentado sobre el bordillo; expectante movía la cabeza, con los ojos bien abiertos y la mirada fija en la pelota, en el sentido en que avanzaban los jugadores. ¡Entra Rafa, juega con nosotros! Ni se te ocurra ponerte a patear pelota en la mitad de la calle con esos pelaos, buscando que los atropelle un carro, no mamá yo no juego, sólo los veo. Ya te lo dije… qué espectáculo  el de esos niños sin camisa y a pie descalzo, con tanto vidrio que hay por ahí. Aleteaba los brazos al aire, los ojos le brillaban y, con movimientos torpes, saltaba emocionado cuando la pelota estaba cerca de pasar por la portería. ¡Rafa, entra que vamos ganando! No sé cómo la policía permite que esos pelaos jueguen en la mitad de la calle… y los papás… ¿es que no se dan cuenta?

Foto0321bAurora llegó en agosto con su hijo Rafael. Venían de Soledad, en el Atlántico, y se hospedaron en casa de un hermano de ella, quien le ofreció apoyo cuando supo de la resolución de ésta de separarse del marido por la insoportable relación de pareja que vivía. Una mujer menuda con cara de niña vieja, de cabellos amarillentos rayados de blanquecino, ojos entre grises y verdes, saltones y emotivos. En las fotos de juventud lucía como una muñequita de porcelana, decían las amigas que veían el álbum familiar. Rafael  tuvo el nacimiento de un niño normal, talla y peso según los cánones médicos y excelente condición de salud. Pero la alegría que trajo Rafael a sus padres se fue diluyendo en el excesivo celo de Aurora: lo abrigaba como un esquimal, no permitía la proximidad del padre porque sus humores podían afectarlo, a las visitas les advertía que no lo alzaran y menos aún fueran a besarlo; lo bañaba con agua de manzanilla tibia dos y tres veces al día y nunca lo alimentó con leche materna, no por cuidar su silueta de mujer sino porque consideraba que eso de que el niño se pegara de un pedazo de carne humana, por muy limpia que estuviera, no podía ser sano para un recién nacido. Cuando en una ocasión se atragantó con un tetero, ella diagnosticó por su cuenta que el niño padecía de asma; desde entonces, atendiendo a las amigas, a las vecinas o a cualquier persona a quien contaba su tragedia con ese mal demoníaco que afecta a mi Rafaelito, empezó a embutirle cuanto bebedizo le recomendaban: jarabe de calabazo con eucalipto, tomas de aceite de bacalao con rábano, y por las noches lo embadurnaba de emplastos de ajo, cebolla y aceite de tiburón. La habitación de Rafael fue perdiendo la fragancia de talco y loción de bebé y se fue impregnando del penetrante y fastidioso olor de los curativos, los cuales, según decir de Aurora, habían desterrado los ataques de asma, pero no los suspendería por temor a que reaparecieran.  

Rafael llegó con algo más de diez años; vestía pantalón corto, zapatos blancos de lona y medias altas que resaltaban, como nudos en una cuerda, las rodillas, camisa blanca con cuello y corbata de marinero orlados con cinta azul. Delgado, pálido, frágil, su apariencia revelaba un niño de escasos siete años. Los domingos y días de fiesta se engalanaba con su vestido de marinero, se ve tan hermoso mi Rafaelito con ese vestido. Iban, él y su madre, a misa de once en la iglesia de San Francisco, Rafaelito pon atención al padre, deja de hurgarte la nariz y estar viendo para otra parte… pareces bobo.  Rafael, boquiabierto, enlelado, mantenía la vista en el Jesús Nazareno negro, que pongas atención te he dicho, y le pellizcaba el brazo. Rafael cerraba la boca y miraba para el púlpito de madera tallada desde donde el cura decía su sermón, pero sus ojos daban la impresión de estar llorando para adentro. A la salida de misa, con el sonar de las campanillas afloraba el deseo de comer paletas y helados que vendían en los carritos blancos… ya lo sé, no puedo pedir helado porque me mancho la camisa.

Jadeante de emoción saltaba al llegar a la cuadra. Los pelaos pateaban bola de trapo ¡Hola Rafa… uy, que pinta tan chévere… ven, acompáñanos!  Rafael, con la cabeza vuelta hacia atrás, dejaba la mirada en la pelota mientras avanzaba jalonado por Aurora que lo asía con firmeza del brazo. Ya lo sé, no puedo ir porque me sudo y se me ensucia la ropa. Llegaron a casa y mientras Aurora abría la puerta Rafael le preguntó el porqué no lo dejaba jugar con los muchachos, mijo porque tú estás muy débil para eso, pero mami los pelaos dicen que yo estoy flaco y débil porque no hago ejercicio ni juego ni corro. Aurora puso cara de contrariedad. Con una mano en la cintura y con la otra blandiendo la sombrilla hacia donde estaban jugando, bueno y qué se han creído los pelaos esos… por qué tienen que decir que mi hijo es débil y flaco, entrometidos… qué es lo que pretenden que a mi muchachito le dé una insolación por jugar sin camisa bajo ese sol o se corte un pie con un culo de botella de tantos que hay por ahí… atrevidos… vagos… que parece que no tuvieran pa’e  ni  ma’e que se preocupara por ellos… ojalá llegue la policía y los meta al calabozo a pan y agua para que aprendan… insolentes… irrespetuosos… yo si soy una madre que cuida a su hijo y no es verdad que voy a permitir que se exponga en la mitad de la calle… no señor, ni más faltaba… y tú, deja de estar mirando para allá con esa cara de bobo… y entra, carajo, que estás sudando el vestido nuevo.

Rafael no pasó del primer día en la escuela, Aurora no lo dejó volver. Todas las mañanas a primera hora, bañado y vestido, y perfumado de colonia para disimular el tufillo de los emplastos nocturnos, al frescor del patio, recibía de una sabia y paciente instructora clases de aritmética y lenguaje: dos más dos… tres señorita, cuatro Rafael, cuatro… si tienes dos mangos y te regalan dos mangos más, cuántos mangos tienes… señorita y en vez de mangos no pueden ser bolas. La instructora, santa mujer, logró combinar las clases con el juego y Rafael aprendió a leer y escribir bien, aritmética, tanto por ciento y regla de tres compuesta; también damas, parqués y dama china, y fundamentos de religión con oraciones y dogmas de fe. A las diez de la mañana, después de un refresco y mientras Aurora hacía cosas allá adentro, Rafael despedía a la profesora en la puerta, hasta mañana señorita y, dejando la puerta medio ajustada para no hacer ruido, se iba corriendo y saltando, ya sabemos cómo, hasta donde los muchachos jugaban fútbol. Otros días jugaban chequitas, una especie de béisbol que en vez de bola el pitcher lanza tapas de botellas de cerveza o gaseosa y el bateador les pega, cuando puede, con un palo de escoba recortado en lugar de bate; el home es un triángulo dibujado en el piso, dividido en tres secciones que indican los straights según donde caiga la checa. Rafael de todas maneras no jugaba, pero los muchachos se animaban con su presencia y, no obstante su permanente olor a emplasto curativo, era acogido con cariño y participaba, en los ratos fugaces que Aurora permitía, de las reuniones de cuentos y aventuras que hacían los pelaos en la esquina cuando no jugaban.

La cancha se inundaba cuando llovía. Se formaban charcos a todo lo ancho y largo de la calle, los pelaos  jugaban entonces; unos, con barquitos de papel o labrados en madera con mástil y vela, y otros, chapoteando en el charco corrían tras las mariposas amarillas y blancas que volaban zigzagueantes sobre la superficie del agua. Rafael desde la acera festejaba a saltos y gritos el hundimiento de un barquito o la caída de una mariposa. Aurora, como siempre, aparecía a tiempo para detener el impulso liberador de Rafael de meterse a chapotear, qué ocurrencia, para que después me toque a mí despercudir esa ropa sucia de fango… y buscando que por la noche te dé fiebre y tos… carajo, no puedo descuidarme contigo… echa ya, para la casa.

Quince años se cumplían en la existencia de Rafael; más que una vida era un cúmulo de represiones, de nones permanentes a los que fue adaptando el discurrir de sus días. Sus pies jamás sintieron la tibieza de la arena de mar, el que contempló desde una banca en el malecón en ocasiones perdidas, cuando vestido de marinero fue con su tío a ver el atardecer. El sexo, sólo por mencionarlo, para él no fue más que una escasa y fugaz fantasía en la soledad onírica que auto reprimió temprano. El día del cumpleaños su rostro de impúber marchito se veía alegre, los pelaos de la cuadra pudieron visitarlo y compartió con ellos refresco de cola y pudín. Era un pudín grande, rectangular, decorado con ralladura de coco teñida de verde como grama, una portería de fútbol con su arquero y un baloncito de plástico colocado en el punto de pena máxima. Cómo quedó de bien mi Rafaelito en esa foto con su camisa de puños y la corbata roja de rayas blancas y azules que le prestó mi hermano, qué elegante se ve en medio de sus amigos alrededor  del pudín, su pudín de fútbol que tanto le gusta. Lo que Aurora no observó en la foto, donde se hacía más que evidente ni quiso notar en la realidad, era la deformación cada vez más pronunciada del cuerpo de Rafael. Su hermano le había dicho ya su deseo de que a Rafael lo viera un médico porque notaba que se le está doblando la espalda y cayéndosele los hombros, tú en eso no te metas… me haces el favor. Sin embargo, pese a la obstinación de Aurora, la figura de Rafael cambiaba día a día y su andar había tornado en apariencia simiesca. En los quince años de existencia, Rafael, a excepción del supuesto asma que por su cuenta diagnosticó Aurora y el tratamiento de emplastos y bebedizos a que lo mantenía sometido, mantuvo buena salud; pero ahora su cuerpo era afectado por una deformación originada en la columna vertebral que le encorvaba la espalda y desgonzaba los hombros. No pudiendo evitar más lo que era inocultable, Aurora aceptó llevar a su hijo al médico. Los ortopedistas de Santa Marta no quisieron responsabilizarse del caso y lo remitieron a Bogotá donde, según ellos, había mejores recursos y posibilidades.

Oiga, ñia, mañana traen a Rafa, eche qué va, si apenas hace cuatro días que se lo llevaron, en serio cuadro, me lo dijo la vieja de la tienda. Los muchachos de la cuadra no asistieron ese día a clases, uno a uno fueron llegando, se sentaron en el bordillo del anden frente a la casa ¡Ahí viene… ahí viene! el taxi no se detuvo ¡uuuh, sapo… loco! Cuando llegaron, el tío fue el primero en bajar. Los muchachos se levantaron y trataron de aproximarse, pero la mirada de Aurora que ya se había bajado los aguantó. Con dificultad, ante la expectativa de los muchachos, salió Rafael del vehículo, superado el asombro ¡Hola Rafa, tranquilo que te vas a poner bien! Rafael dio medio giro sobre sus pies y sonrió para sus amigos. Estaba envuelto en vendas de yeso desde la cintura hasta la cabeza; parecía un astronauta. Con los hombros encaramados tenía los brazos descubiertos así como la cara y las orejas. Metido en esa escafandra de yeso el muchacho quedó con medio cuerpo inmovilizado. Por las mañanas, en los primeros días, Aurora lo aseaba hasta donde podía y lo sentaba en un mecedor frente al televisor que el tío había comprado recientemente al inaugurarse la televisión para la Costa. Rafael fijaba la vista en la pantalla que sólo emitía ruido y lluvia hasta cuando, en la tarde, sonaba un silbido monótono y continuo, y una imagen formada por una cruz en medio de cuadros y círculos concéntricos permanecía fija hasta la seis. Sonaba el himno nacional, en pantalla aparecía el escudo de Colombia y una voz de mujer anunciaba la programación; era entonces cuando entraba Aurora y trasladaba a su hijo a la cama, ya es tarde y tienes que descansar. Rafael nada decía. Su madre le daba las buenas noches y él, tras un profundo suspiro, cerraba los ojos. Al tiempo Rafael permanecía día y noche acostado boca arriba, sólo estiraba y recogía las piernas y su mirada se mantenía fija escudriñando los arabescos formados por la humedad en el cielorraso. No se quejaba, sólo suspiraba abriendo bien los ojos y moviendo las pupilas hacia arriba, clamando misericordia, tal vez.

Los muchachos de la cuadra llegaban a diario para indagar por su estado, mi hijo está mejorando yo le digo que ustedes vinieron, gracias, hasta luego. Con el paso de los días el ambiente del cuarto se fue tornando denso y un olor extraño, diferente al de los medicamentos, un olor acre, fue sintiéndose cada vez más fuerte. Moscas verdes empezaron a fastidiarle la cara y él mandaba manotazos y fueron llegando más y Aurora agitaba una toalla para ahuyentarlas. El olor agrio, fétido, se hizo insoportable y las moscas, domésticas y verdes, invadían la habitación. Sellaron la ventana con mallas diminutas, y las moscas se represaban contra ésta produciendo zumbidos imposibles. A instancias de su hermano Aurora aceptó, quítenle, por Dios, esa armadura de yeso que mi hijo se está pudriendo. Abierta en cuatro partes fue retirada la mortaja, ni Aurora, su madre, pudo contener el gesto de repugnancia que le produjo la tufarada y lo que veía en el cuerpo de su hijo, con la mano ahogó un grito de horror. El tío se agarro la cabeza como tratando de arrancarse el cuero cabelludo, apretó los labios, y con lágrimas en los ojos exclamó: ¡Malditos, nojoda… gusanos de mierda!

Agosto 2003