Otras canoas bajan el río

Desde hace más de cincuenta años, cuando de muchachos alquilábamos canoas en Taganguilla y cruzábamos la bahía con vocación de náufragos, luchando contra el querer de la corriente, armados de canaletes, por conducir el bote en línea recta hasta la playa o alguna vez aventurarnos hasta El Morro, no escuchaba el plac… plac que produce el choque del fondo del bote con el agua en el sube y baja de las ondulaciones del oleaje.

Volví a escucharlo hace algunos días cuando abordé “Y otras canoas bajan el río”, novela de Rafael Caneva Palomino, en edición publicada por el Instituto de Cultura del Magdalena en 1997, con la portada ilustrada por un acrílico del pintor, banqueño también, Ángel Almendrales V. en tonalidades de azul nostálgico. Confieso que es una de mis lecturas tardías, después de varios intentos fallidos en el curso de los últimos 13 años, pero por fin logré embarcarme y disfrutarla.

Con el “Plac-plac”…”plac-plac”… “plac-plac”…, “pasan cantando las olas del río debajo de la canoa.” inicia el trajín cotidiano de los pescadores del rancherío en la playa de El Cabezón, formada por la arena a orillas del río Magdalena, frente al sitio de Nuestra Señora la Virgen Negra de la Candelaria o El Banco en la época de verano, en los primeros meses del año.

Son estos pescadores, un grupo de unos veinte con sus familias, herederos de los fundadores de la población, también pescadores en su mayoría que hicieron relativa fortuna y edificaron la ciudad para luego ser desplazados por foráneos que llegaron vendiendo baratijas en cajas de cartón colgadas del cuello, supieron acumular dinero y terminaron, estos advenedizos, siendo los dueños del comercio con influyente posición social y política.

Entre tanto los herederos, sin más fortuna que su fuerza de trabajo, algunas canoas, redes y elementos de pesca se enfrentan como una comunidad para resolver el diario subsistir extrayendo peces del río en la época de subienda. Mantienen el sueño, siempre vivo, de regresar a la población de sus ancestros y afincarse allí de nuevo.

Pero las cosas no resultan así de fáciles. Los nuevos dueños del pueblo, los advenedizos propietarios del capital y comerciantes enriquecidos a medida que se arruinaban los pescadores nativos, se van adueñando de las pesquerías para acaparar todo el producto de la pesca, y no les resultan útiles los pescadores libres; esto es, los dueños de los chinchorros, bongos y elementos de pesca, y sin deudas con nadie. Para ello tejen una variedad de ardides con el fin de sofocarlos y presionarlos para que abandonen las playas.

Resistir y llevar las cosas por lo legal es la constante de Robertico Palomino, líder natural del grupo, hijo y nieto de otros Robertos Palomino. Pero la presión es fuerte. Los comerciantes acaparan la sal para crear escasez, lo cual hace que los pescadores pierdan miles de kilos de bagre que se pudre. Les roban el pescado salado y empacado, les arman patrañas y calumnias para enredarlos en problemas judiciales, y hasta dueño le sale a la playa, que hoy está y mañana desaparece arrastrada por el río.

Caneva Palomino con un manejo directo y ágil del idioma, y articulando los diálogos en el lenguaje vernáculo de los pescadores, lo que hace del relato una sorprendente grafía, nos enfrenta a la álgida época de descomposición social y económica del los pueblos rivereños, a la par del campesino, por acción de la penetración del capital que arrasa con lo nativo y local. Productores y artesanos, se cumple la ley de tendencia, no llegan a empresarios.

Los herederos de los fundadores de El Banco, en un proceso pausado, recogen sus pertenecías y abandonan las playas. A bordo de bongos y canoas bajan el río. Eso fue lo característico de una época ya pasada.

En los tiempos actuales, desde hace unos treinta años, estos procesos son más inmediatos y con menos delicadeza. Los pobladores desaparecen en estampidas. Es el desplazamiento forzado. Mutilados algunos, con un ave de carroña sobre el vientre inflado, otros, y enredados en la taruya, los cadáveres corren río abajo con el río.

Dorita se fugó

Dorita se fugó. Aprovechó que venía un lunes festivo y se marchó el domingo por la noche. Ya presentía que eso iba a suceder desde cuando vi esos zarpazos en forma de trazos de enamorado, como imitando corazones cruzados por una flecha, que aparecieron una mañana sobre la parte baja de la puerta que da al patio de la casa.

Es su destino y su decisión, pero al menos debió avisarnos y no aprovechar la oscuridad para sigilosamente, como caminando con guantes, tomar las de Villadiego sin decir adiós.

Llego igual, una noche con mucho sigilo. Venía escondida en una bolsa de manigueta de esas que entregan en los almacenes de centros comerciales, parecidas a las de Arroz Pinillar que solían usar los cienagueros como equipaje en la época del tren especial de hace más de cincuenta años.

Como todas las mascotas que llegan a casa la llevó mi hija menor. Los cuidados y la alimentación ya tenían nombre propio, y la verdad es que no sólo yo sino todos nos encariñamos con la gatita.

Su principal característica es que perecía hecha con retazos de piel de otros gatos. Tenía parches blancos, bayo claro con manchas oscuras, gris verdoso con puntos negros, cafés y negros, y rayas oblicuas en los ojos como princesa egipcia.

Como toda gata zalamera se me cruzaba entre los pies, y en más de una ocasión estuve a punto de irme al suelo con todo el peso de mi humanidad. Pero sería injusto de mi parte negar que el cariño que ella sentía hacia mí era franco y verdadero. Por las mañanas cuando despertaba la encontraba velando mi sueño sentada en la mesita de noche, y a la hora de la siesta me acompañaba recostada sobre mis pies. Nunca falto su desinteresada compañía a la hora de las comidas.

Eso sí, cuando me pasaba de sueño comenzaba a maullar y a darme golpes en las piernas, no tanto porque se me hiciera tarde sino para que le llenara el plato de granitos nutritivos de colores con los que se alimentaba como cualquier astronauta de la NASA.

Es increíble la cantidad de cosas que se aprenden observando el actuar de estos felinos. Limpios en el mejor sentido del término. Se asean lamiéndose el cuerpo y cuando la lengua no les alcanza humedecen los pelos de una de las patas y se frotan con ella. Los desechos orgánicos los entierran cubriéndolos totalmente.

Dorita, como la llamaban, era diestra cazadora, y tenia en jaque hasta las moscas que atrapaba en pleno vuelo, cazaba iguanitas, cucarachas y se extasiaba lamiéndose los labios con el deseo de atrapar alguno de los pajaritos que trinan en las mañanas posados en el árbol de níspero.

Las Primeras letras

Llegamos al colegio San José. Acompañaba a mi madre que iba a conversar con la rectora sobre asuntos relacionados con actividades lúdicas en que participaría mi hermana mayor.

Mi madre conversaba con la señora Victoria Varona, rectora, sobre los preparativos mientras yo recorría con la mirada todos los puntos de la oficina de la dirección. Entre cuadros y adornos me llamó la atención un tazón de vidrio lleno de boliches de colores.

La seño Victoria al ver que mantenía la mirada fija en los boliches, pregunto: Te gustan. Sí, sí me gustan, respondí. Si vienes mañana a clases te daremos muchos boliches de esos, afirmó la seño.

Queda claro, pues, que mi arribo a la escuela no fue por interés a las letras ni al conocimiento sino movido por la promesa de unos boliches que nunca se cumplió. Llegué en el segundo semestre y esos tres o cuatro meses, olvidada la promesa, fueron el comienzo de mi etapa de estudiante que, aparte de alguna que otra dificultad, es la que más me he gozado de la vida.

Asistí a clases, al siguiente día, de pantalón corto (así nos vestían), camisa de cuadros y zapatos de cuero medias botas, y colgada al hombro una bolsita de tela azul claro, como una mochila, en la que llevaba un frasco con fresco de leche con chocolate, como merienda.

No recuerdo el nombre de la maestra encargada del grupo. Era una mujer joven, muy bonita y nos trataba bien. En cambio, la del otro grupo, más avanzado, sí que era diferente: regañona, fea, alta, flaca y pálida; tenía una rara conformación de boca que parecía que mantuviera los labios apretados, como si estuviera brava todo el tiempo. Era la temible seño Matilde.

Por alguna circunstancia, un día la seño Matilde se quedó a cuidar el grupo y a enseñarnos los números: “El dos parece un patito” y aprendimos el dos, cuando habló del tres y lo dibujó en el tablero, le dije: “seño, el tres es como un gallinazo de los que dibujamos en los paisajes, pero de lado, ¿verdad?”. Se me acercó sin dejar de mirarme y me dio un fuerte tirón de oreja, para que no hiciera “comparaciones insulsas”.

El primer libro, si así puede llamarse, fue la “cartilla de cartón”, con el abecedario en minúsculas de un lado y en mayúsculas del otro. La forma más fácil de portar era doblada en cuatro y acomodada en el bolsillo trasero del pantalón. Al poco tiempo quedaba convertida en cuatro pedazos. Después pasarnos al libro de verdad, la cartilla “Alegría de leer”.

Hice ligas con dos compañeras: Isabel y Celina, desordenadas a cuál más. Con ellas conocí los primeros castigos: de pié frente a un rincón del salón y sin recreo. Isabel era blanca, pálida y llena de pecas, le decían la rana, y Celina era morena. Nunca más las volví a ver.

A la salida del colegio, siguiendo la recomendación, me iba derechito a casa por toda la carrera sexta. Derechito por decir. Con Celina nos acompañábamos hasta la calle de la Cárcel, allí ella doblaba. Hacíamos el recorrido en zigzag, pasando de un andén a otro, recogiendo y tirando cosas o chapoteando aguan en los charcos.

En la esquina de la calle Grande con carrera sexta, permanecía un señor metido de cabeza en un extraño mueble de madera. Era el dueño de la Foto Ospina en la puerta del local aprovechando la luz del día para retocar los negativos. Allí nos deteníamos un rato observando las fotos de la galería.

Más adelante en la esquina de la calle de la Acequia, en la tienda del chino Rafael Tang, nos deteníamos para ver cargar el hielo en los carritos de mula amarillos y luego de meternos por el “túnel” formado por las puertas de la droguería del señor Arturo Redondo Pana, cada uno cogía para su casa.

Nunca recibí un boliche y las veces que me crucé con la seño Victoria, por puro temor reverencial, no fui capaz de recordarle la promesa. Tampoco vi nunca a los demás niños jugar con boliches, lo que me hace pensar que estaba prohibido y los que vi en el tazón en la rectoría no eran sino el cuerpo del delito, decomisado a los infractores.

El día de la sesión solemne, a fin del año escolar, asistí vestido de pantalón corto, camisa blanca y corbata de abrochar detrás del cuello. La seño Matilde como maestra de ceremonia empezó a llamar a los niños para hacer entrega de los premios por: asistencia, buena conducta, aplicación, orden y disciplina, aseo personal, etc. Cuando ya parecía que todo había terminado, resonó en el recinto la voz de la seño Victoria cuando pronunció mi nombre y exclamó: “Premio de esperanza”

El enigma de Irma

Irma  llegó esa mañana temprano, envuelta en un torbellino de olores a flores y a vegetales de campo ribereño. Se diría que olores primaverales, pero qué sé yo de eso.

Con sus ojos de miel y mirada enigmática, sus labios de fruta madura y voz cual canto de ninfas en madrugada lluviosa. Su andar firme, decidido y con esa cadencia que le propiciaba un toque de desparpajo.

Apareció ella y llenó espacios. Como sus encantos y hechizos, su presencia fue intermitente, de apariciones inesperadas y estancias furtivas. Nos encontrábamos sin cita previa, mas parecía como si estuviese programada. Fue una época de encuentros intensos, con sabor a mar y olor a arena húmeda, bajo un sol de todo el día, hasta llegar al ocaso y hacer parte de las siluetas del paisaje.

Desaparecimos un día. Sin despedida. Cada cual para un extremo. Con fragmentos estáticos de un recuerdo. Para de pronto más tarde un encuentro inesperado en un sitio distante y ajeno a ambos; casualidades o tretas del destino, habrá que decir, para no entrar en otras consideraciones. Se agitaba de nuevo ese ardor de fuego interior para fundirnos una vez más en ese delicioso infierno.

Así siguió la vida, cada cual con la suya. Con encuentros y desencuentros distanciados en el tiempo y el espacio, pero cada reencuentro borraba las distancias y las demoras para dar continuidad a una sola presencia.

Es un enigma, no para descifrar o entenderlo sino sólo para vivirlo, y como enigma se fue perdiendo en el tiempo. Se hicieron más distantes y lejanos los encuentros. Los recuerdos se convirtieron en relámpagos del instante.

Con sus ojos de miel, sus cabellos de oro-cobre, largos y agitados por la brisa marina, Toda ella como una pintura sobre la arena, se fue desintegrando con el barrer de las olas hasta perderse en la espuma

Se fue. Ni en la arena ni en las olas. No está ya, al menos al alcance, como ida para siempre sin dobles de campanas, sin misa ni responso.

Viendo arte visual

Fotografía de El Informador

De entrada encuentro dos cuadros de 60 por 50 centímetros, creo yo, con gruesos marcos negros que encierran, bajo vidrio, laminas garabateadas. No entendí que decían, además, tampoco intenté leerlas. Pero sí vi en cada una un rectángulo vertical, todo negro, con proyección en perspectiva a partir de la base, como si fuera un espejo en el que se reflejaba parte de aquél. Me dio la impresión de hojas de cuadernos abandonadas por ahí, de niños de los primeros trazos escolares.

Adelante, en toda la extensión de la pared, otros cuadros de mayor tamaño, también con marcos gruesos y negros. Eran círculos blancos ribeteados o con asomos negros en derredor, podría decirse, de pronto, que eran llamas negras, tal vez. Pensé en fotos de eclipses solares, pero caí en la cuenta de que en estos el círculo es negro. Los círculos eran de diferente tamaños y variaban las proyecciones o emanaciones periféricas.

Sobre otra pared se veía la proyección de uno de estos círculos en tamaño gigante, dos metros de diámetro, quizá. Ahí fue cuando oficialmente dieron inicio al evento. Se trataba de la exposición. “Tangible-Intangible 2010” del Escultor bogotano Nicolás Cárdenas Fischer, en el museo de arte de la Universidad del Magdalena, Centro San Juan Nepomuceno, el 13 de mayo pasado. Fue entonces cuando el escultor pronunció su discurso, el cual hace parte y es inseparable de la obra, pues sin éste difícil sería comprenderla.

El escultor habló y nos enseñó que (ya lo había pensado) eran negativos de eclipses solares o al menos se había inspirado en ese fenómeno astrológico, que veíamos pero eran intangibles.

Luego seguía un cuadro totalmente negro sobre la pared, cuyo título, muy claro por cierto, es “Tres A.M.”. Obviamente debía ser una noche sin luna y sin estrellas. Frente a este, de tamaño similar, una proyección de luz blanca en la que de los lados aparecían manchas negras que avanzaban hasta el centro, hasta oscurecerlo todo, y debía entenderse como la formación del cuadro negro del frente.

Más adelante, un plasta de tierra hecha con aserrín y pegante. Es la tierra, la tierra que todos pisamos y pocos tenemos, es la tangibilidad de lo intangible, pues la tierra en grandes extensiones casi ni verla podemos. Pero para tener la posibilidad de sentir, nos presenta un metro de pasto verde dibujado con crayolas sobre cartón, protegido con un vidrio grueso en un marco de madera. Da espacio para que cuatro personas, como máximo, se puedan parar sobre él y disfrutar la sensación del goce de la tierra, pues el solo pensar en hectáreas ya la hace algo inalcanzable. Es lo máximo en ironía: disfrute la tierra y el pasto dibujado sobre un cartón, aislado por un vidrio y limitado por un marco de madera. Es el arte visual con discurso incorporado.