También cantan de noche

Siéntate viejo, siéntate, se dice en voz alta mientras avaza con pasos lentos, cadenciosos. Calza las babuchas, descoloridas ya,  recibidas de regalo en el último cumpleaños que celebró con sus amigos bebiendo ron Centenario y oyendo canciones de Buitrago. Celebración que a la postre, además, quedó de despedida pues, como si se hubieran puesto de acuerdo en dejarlo solo,  en menos de un año todos sus amigos fueron muriendo. Desde entonces, hace siete años, todas las tardes hace en mismo recorrido hasta la plaza para el encuentro con la nostalgia.

Acezoso, se apoya con la mano izquierda sobre el espaldar. Siéntate viejo, siéntate, repite y se deja caer sobre el escaño de granitos. Enciende un cigarrillo. Coufju… coufju… coufju… grrrj. Qué gripa ésta, carajo. Perdone, señor,  pero eso no es gripa; es el cigarrillo. Y usted, desde cuándo está ahí. Primero que usted. ¡Huy!. Que pena, lo siento coufju… coufju… coufju… pero no lo vi. No se preocupe, señor, que entre dos compartimos la soledad.

Me llamo Sebastián, y como ve, paso los setenta y siete. Hace años vengo a esta plaza todas las tardes, menos en días pasados que cumplí años y mi mujer insistió en llevarme a misa, en acción de gracias. Aquí nos reuníamos un grupo de amigos coetáneos, nos hacíamos en aquella banca y conversábamos hasta entrada la noche. Sabe, hablábamos de todo: casi siempre de cosas pasadas porque el ahora da mucha tristeza; de verdad que esta ciudad lo ha tenido todo menos gente que la saque adelante… entonces para qué. Mire, si usted ve esos grupos en las esquinas y en las otras bancas: todos están hablando de lo que se debería hacer, de lo que no se hizo, de que se robaron tal plata de tal cosa, aparte del interminable cuento de la vida ajena: porque para comer prójimo nos falta tiempo. Uno de mis amigos, que Dios tenga a buen recaudo, decía que los de aquí tienen mucha energía para hacer cosas pero que en vez de ello la gastan toda hablando mierda.

A esta plaza le dieron un nombre insignificante, intrascendente. Fíjese que aquí no hay estatuas de Bolívar ni de Santander ni de virgen o santos; ni siquiera la fuente tiene el angelito desnudo en posición de bailarín, con el pipí al aire meándose el mundo. Esta plaza es un verdadero monumento a la libertad de conciencia y creo que el nombre que mejor le sale es “Plaza de la Libertad”. Que por qué: observe, mire.

Para nosotros, cuando me reunía con los amigos, se convirtió en un sitio de liberación, de distensión: aunque sea por un momento se abstrae uno de los deberías y de los tienes que. Porque eso sí que es una carga, una cruz que nos marca desde niños y nos persigue hasta la muerte. Tienes que levantarte temprano, tienes que ir a misa, tienes que hacer tal o cual cosa, y ni qué decir de los deberías. Nos encasillan. Todos quieren hacernos a su imagen y semejanza, y lo más jodido: se disgustan y resienten si no hacemos caso. Ni de viejos nos escapamos, ahí es cuando más… que para qué le cuento.

Vea Saúl, ese es su nombre ¿Cierto? Bueno, Saúl, lo que yo sí debería, porque es lo que más me gusta, es dormir. Pero que vaina jodida, no puedo. De la plaza camino hasta la casa, de paso tengo que comprar la leche y el pan; en casa tengo que sacar el perro, darle comida y asegurar puertas y ventanas; entre Dios te salves y santa Marías alcanzo a conversar algo con la vieja, y me pongo (o será me coloco) el mocho y leo hasta las once más o menos. Duermo, si acaso, una hora.

Llevo meses soñando lo mismo. Verá: En un corredor largo y ancho, con piso de mosaico blanco y negro, bordeado por columnas y sin techo, un monje de hábito blanco se pasea de extremo a extremo, con paso sereno, solemne: como caminando en el aire. La luz es azulada. De pronto la luz se torna amarilla, luego rojiza; el ambiente es denso y caluroso. Aparece una mujer de vestido largo color verde tornasolado, de bocamangas anchas, con el pelo largo sin peinar y rostro desagradable, tétrico; se acerca al monje por la espalda y con una daga de hoja rutilante le corta el cuello. La sangre mana a borbollones sobre el pecho del monje, éste abre la boca pero no se oye el grito, lo que sí oigo es el canto fuerte de un ave, tan fuerte que despierto, y aun despierto lo sigo oyendo; busco en el patio y no veo pájaro alguno. Coufju… coufju… coufju… esa salida al patio es la que me mantiene con esta gripa, carajo.

Oiga, don Sebastián, yo de sueños la verdad es que nada sé, pero de lo que sí conozco y bastante es de pájaros. De acuerdo con la imitación que usted hace de ese pájaro, le puedo asegurar que es un ave de paso, tiene un hermoso plumaje blanco y debajo del pico, como un peto, se extiende una mancha roja. Se le conoce como degollado. Esos pájaros, don Sebastián, también cantan de noche.

Himera, échame un cuento

De piernas entrecruzadas, Himera se echaba al piso, recostada a la pared junto a la puerta de hierro que da al patio. Su falda ancha azul de prusia, humedecida en el vientre por agua de jabón, grasa y desperdicios de comida, se extendía sobre sus piernas. Su aroma de mujer no era otro que el del queso rancio y la grasa requemada. Frente a ella, en la otra pared, sentado a horcajadas sobre el piso de baldosas verdes y blancas, esperaba ansioso. Su pelo rizado, cobrizo hace marco a su rostro redondo con sonrisa de ángel pecador y ojos de gata en celo. Himera, échame un cuento. Sonreía… érase una vez, el tío conejo salió a dar un paseo por el bosque, en un envoltorio atado a un palo de escoba llevaba su ropa… el tío conejo caminaba… camina camina camina… caminando va. Camina camina camina… caminando va. Nunca supe, o no recuerdo que supiera, hacia dónde caminaba el tío conejo; nunca supe, tampoco, si llegó a algún sitio ni en qué terminó el cuento.

Todas las tardes anaranjadas de aquella época de las primeras letras, después de un día de juegos inventados y antes del prolongado baño –otro espacio para juegos–, recurría al encuentro, sentado sobre el piso, recostado a la pared junto a la puerta que da al patio. Himera, échame un cuento. El tío conejo se repetía o era cambiado por el tío zorro, siempre camina camina camina… caminando va. Himera lo miró, esa tarde, con ojos de gata arrecha, las comisuras de sus labios tenían un ligero movimiento que hacía variar la expresión de su rostro: ora sonriente, ora seria, ora con un no sé qué, pero que le producía calofríos en el estómago. Quieres que te eche el cuento del gallo capón. Sí sí sí, échalo. Yo no he dicho sí sí sí, échalo, sino que si quieres que te eche el cuento del gallo capón. No dijiste que lo ibas a echar, échalo. Yo no dije no dijiste que lo ibas a echar, échalo, sino que si quieres que te eche el cuento del gallo capón. Se quedó pensativo. La miró a los ojos y sintió de nuevo calofríos en el estómago. No sé. Yo no he dicho no sé, sino que si quieres que te eche el cuento del gallo capón. Se levantó, se dirigió al patio, tomó un martillo y empezó a clavetear sobre los clavos ya clavados de un viejo cajón de madera: tap… tap… tap…. Se acercó e imitó sus movimientos, yo no he dicho tap.. tap… tap… sino que si quieres que te eche el cuento del gallo capón.

No la miro, esta vez. Apretó con fuerza el mango del martillo y lo alzó a la altura de sus hombros. Sus ojos de gata lujuriosa se abrieron casi redondos, cuidado, niño, que el Diablo empuja. La miró con ojos desorbitados, el martillo temblaba en su mano, lo bajó y arrojó a un lado para deshacerse de él. El martillo dio vueltas en el aire hasta chocar con un tubo galvanizado en el ángulo formado por la pared y el piso. Al golpe saltaron chispas, sintió que la sangre se le bajaba a los pies, miró hacia el cielo: relámpagos y rayos amarillos, estrellas más amarillas aún, rutilantes, y una gran estrella roja con ribetes dorados abría y cerraba una especie de boca en su centro por la cual se veía un fondo tenebroso. Desgarró un grito indeterminado e interminable, gritó, derramando en el grito sus fuerzas; petrificado, pálido, sus manos temblaban, el cuerpo sudaba. Gritaba y gritaba más, y éste se fue convirtiendo en un grito mudo; ya no había voz pero persistía el grito. Tenía pánico. Himera lo abrazó, ya niño, no es nada, era sólo un juego. Qué fue. Qué le pasó, entró la tía, la tía de verdad que estaba de visita en la casa vecina. Qué pasó… por qué está gritando así. Ella le extendió sus brazos y el la abrazó con fuerza; su cara se estrelló entre las tetas de niña vieja, que se fueron moldeando con la humedad de sus lágrimas sobre la tela blanca con florecitas negras.