Miré a la derecha para sintonizarme otra vez con los recuerdos que habían removido los comentarios de Julio César sobre Jorge Díazgranados, propietario de los desvestideros que por los años 50 estaban en el extremo norte de la playa. Conocí a Jorge cuando de pequeño, de cinco o seis años, me llevaron a conocer el mar. Todo era azul, el Sol apenas comenzaba su recorrido, y ahí estaban los bañitos.
Cuando volví a la playa, a los pocos días, me enteré de que Jorge había fallecido. Ahí estaban los bañitos con sus puertas numeradas y cerradas, y a pesar de la noticia yo buscaba la figura de Jorge caminando sobre la plataforma de madera, elevada sobre la arena, que hacia de piso a los cuartitos donde se cambiaban los bañistas que dejaban la ropa guardada en los casilleros.
A esa edad apenas empezaba a escuchar que hablaban sobre muertos, velorios y entierros. Recuerdo haber sentido, esa mañana, una extraña sensación cuando buscaba con la vista a Jorge y no lo veía, pero parecía como si él en verdad estuviera caminando como otras veces sobre ese piso de madera. Desde ese entonces había relacionado esa sensación con la expresión “nunca más”, que asociaba con el recuerdo de algún amigo o familiar que murió y, por alguna circunstancia, no vi su ataúd o no asistí a su funeral.
Pero no. Ver el cadáver dentro del cofre o acompañar las exequias hasta la última palada de tierra o el último rasado del palustre sobre la lápida, sirve como terapia o aquietamiento, mas no cambia esa impresión similar al vértigo que se percibe en una caída, que se siente cuando afloran a la memoria recuerdos del finado.
No juego ajedrez ni dominó, de manera que no puedo decir que hemos jugado y le he ganado la partida. Sus razones tendrá y sólo ella sabrá en qué momento me sorprende con su visita de afán. Pero en cambio ha estado golpeando, cerrándome el círculo cargándose compañeros y amigos.
En cada golpe, en cada partida se siente ese vacío de ausencia, esa expectación que llenaba el ambiente cuando algún compañero de clases no contestaba el llamado a lista, y alguno, desde el fondo del salón, decía: “No viene más”. Ahora decimos: “Nunca más”.