La heladería Oasis

Entre cualquier día de la década del 50 y cualquier otro de la del 80, un sitio en la esquina de la calle de la Cruz con carrera quinta fue testigo del crecimiento y desarrollo de un fragmento de mi vida, tal vez sería sólo de horas o momentos, pero que recuerdo con mucha fruición.

Allí llegaba en la prima noche en busca del delicioso helado de leche con vainilla. Era una bola de crema helada sobre un cono de harina. Cuando el helado no caía al suelo tras un tropezón, lo consumía por lamidas sucesivas y mordiscos al cono, de forma que cuando llegaba al final conservaba una miniatura de cono con helado. ¡Qué lastima, el último mordisco! Esta era la parte entretenida de saborear las delicias de los helados que vendía el Oasis. Causaba asombro, además, cómo con una cuchara en forma de semiesfera recogían la crema del tanque para colocarla encima del cono. Era algo mágico, pues la bola de helado salía suavemente de aquella para quedar ajustada en el hueco del cucurucho. Pero nada preguntaba, sólo observé durante mucho tiempo hasta que un día cualquiera pude develar el misterio y ver cómo funcionaba ese mecanismo.

La heladería Oasis era atendida por su propietaria doña Margoth Barleta de Mora. Una mujer amable y cariñosa, corpulenta y de temperamento fuerte, tal vez por eso, temiendo un repostón, no me atreví a preguntar por la cuchara. Esa mezcla de atributos hizo de ella la mujer que fue capaz de mantener y sacar adelante ese tipo de negocio en una Santa Marta que al lado de sus encantos mágicos lleva, también, una especie de bellaquería ancestral.

Margoth fue para mí, y así para algunos de los pelaos de la calle 12, como una tía, una consejera después y más tarde una amiga y confidente. La barra tenía dos bancos, y sentarse allí era una proeza de resistencia, pues el lateral del mueble no era vertical sino oblicuo, con lo ancho para abajo, de manera que apoyarse de codos sobre el mostrador implicaba mantenerse estirado hacia adelante o a un lado. Ello, indudablemente, sólo lo soportaban los amigos quienes mientras consumían  mantenían diálogos entrecortados con la propietaria.

A una cuadra de distancia se alcanzaba a percibir el olor de los sándwiches prensados al calor. Estos eran de queso, de jamón o el apetecible combinado, a veces limitado para los pelaos por su mayor precio.

Los deliciosos sorbetes de piña, guanábana, melón, zapote, mango y el fresco de Milo con leche y la leche malteada, hacían parte de la galería de bebidas acompañantes, hechos por las prodigiosas y mágicas manos de Virginia Martínez, quien tuvo durante más de ventiun años el acierto de mantener las proporciones equilibradas que garantizaron siempre el buen sabor. La famosa vaca negra consistente en un vaso de helado de leche con coca-cola.

Conos de helados con una o dos bolas, a veces combinado. Las copas de helado con mermelada y galletitas, en sabores de leche con vainilla, chocolate, ciruelas pasas, zapote, mora. El inigualable helado especial: servido en una copa grande y alta, en la base traía helado de leche luego encima una buena porción de tutti frutti (importado) y sobre este más helado de leche con vainilla o con uvas pasas. Mi amigo Kachi Bermúdez mientras hablábamos de esto no sólo se saboreaba en seco sino que también se le humedecieron los ojos. “Qué tiempos, Joaco, qué tiempos…” me decía, mientras la mirada se le perdía en la difusión de los tiempos idos.

En el Oasis se vendían, además, variedad de productos comestibles y bebidas embotelladas. Había atención en la mesa y en el carro. Por las noches el tráfico vehicular por la carrera quinta era poco, de manera que hileras de automóviles aparcaban en la acera próxima a la heladería y sus pedidos eran atendidos directamente en el carro. Era el servicio Drive in.

Varios fueron los meseros que prestaron sus servicios en la heladería Oasis, pero de ellos el que marcó historia por su duración y excelente atención fue Quique, Enrique Otero, a quien he visto en los últimos días como si el tiempo para él no existiera: igualito al Quique de aquella vieja época.